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A la puerta de un café, el Nacional contemplaba con toda su familia el paso de la cofradía. «¡Superstisión y atraso!...» Pero él seguía la costumbre, viniendo todos los años a presenciar la invasión de la calle de las Sierpes por los ruidosos «macarenos». Inmediatamente reconoció a Gallardo, por su esbelta estatura y el garbo torero con que llevaba la vestimenta inquisitorial.

Con tantos alardes de perfección moral y aquella monomanía de prácticas religiosas, no se podían sufrir sus rasgos de genio endemoniado, su fiscalización inquisitorial ni menos sus ásperas censuras de las acciones ajenas. Pasaban meses sin que ella y su marido cambiasen una sola palabra.

La mirada del viejo era fija, inquisitorial, escudriñadora; pero Juanito tuvo serenidad para mentir. No, señor; nada he firmado. Te creo, y lo celebro. ¡Mucho ojo, muchacho! Tu madre tiene hambre de dinero, y de seguro que no pierde de vista tu fortunita. No quiero que te roben.

Y Rafael reía, encontrando chusco el haberse enamorado, entre el aparato terrorífico de los encapuchados de las cofradías, el llamear inquisitorial de los blandones y el desgarrador estrépito de los clarines y atabales.

Cuando la niña llegó a Rucanto, la instalaron regaladamente en el gabinete de Narcisa; entraba con ella en casa la abundancia, y tras la primera mirada inquisitorial y hostil, los sobrinos de don Manuel tuvieron para la intrusa una displicencia tolerante, única tregua de paz que se le concedió en aquella mansión belicosa.

Dos veces se movió un poquito, disponiéndose a descender, y, al sentir sobre sus mejillas ruborosas la mirada inquisitorial de Krilov, permaneció como clavada en su sitio, sin retirar la mano de la barandilla en que se apoyaba. Su guante negro, con un dedo algo descosido, temblaba un poco.

Más de una vez la muchedumbre, olvidando la santidad de la noche, prorrumpía en elogios a la gracia de la chiquilla y en bendiciones a la madre que la había parido, sin respetar el aparato inquisitorial del sagrado Entierro con sus negros encapuchados y sus fúnebres blandones. En la viña no despertaba menores entusiasmos María de la Luz.

Cuando, después de ausencia tan larga, fui a visitar a Amaranta, la encontré desesperada, porque el aislamiento de Inés en la casa de la calle de la Amargura, había tomado el carácter de una esclavitud horrorosa. Cerrada la puerta a los extraños con rigor inquisitorial, era locura aspirar ya a burlar vigilancias, y engañar suspicacias y menos a romper la fatal clausura.

El brasero inquisitorial ardía durante siglos; el cielo azul obscurecíase con nubes de hollín humano; reyes, magnates y populacho habían asistido entre sermones y cánticos á las quemas de hombres con el mismo entusiasmo que provocan hoy las corridas de toros.

La gente vive aún con el alma del siglo XVII. Perdura en ella el miedo, la cobardía que inspiraba la hoguera inquisitorial. Los españoles tienen médula de esclavo; sus arrogancias y energías son exteriores. No en balde se viven tres siglos de servidumbre eclesiástica.