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En el silencio de la noche, Gabriel veía iluminarse su mazmorra; hombres con uniforme le empujaban por la escalera hasta una habitación donde le aguardaban otros con enormes garrotes. Un joven de voz melosa, con insignias de teniente y el aire perezoso de los criollos, le hacía preguntas sobre los atentados ocurridos meses antes abajo en la ciudad. Gabriel nada sabía, nada había visto.

Grande es en esa perspectiva la ciudad, cuando los arrabales de su espíritu alcanzan más allá de las cumbres y los mares, y cuando, pronunciando su nombre, ha de iluminarse para la posteridad toda una jornada de la historia humana, todo un horizonte del tiempo.

Caminaba perezosamente por las calles de la ciudad en los fríos crepúsculos de invierno, comprando los encargos de su madre, deteniéndose embobada ante los escaparates que empezaban á iluminarse, y al fin, pasando el puente, se metía en los obscuros callejones de los arrabales para salir al camino de Alboraya. Hasta aquí todo iba bien.

La charla viva, irónica, chispeante de Núñez empezó a causar secreta alegría a la gentil señora de Reynoso; su rostro serio comenzó a iluminarse y no tardó su linda boca en estallar en carcajadas ruidosas celebrando los donaires casi siempre maliciosos del pintor.

María Teresa pensó que Juan se alegraría de la prueba de amistad que le daba saliendo a su encuentro. Vería, pues, su semblante leal iluminarse con la sonrisa dulce y feliz que tenía siempre cuando la veía. Después de haber cortado algunas flores en el jardín que rodeaba la casa, se sentó ante la balaustrada de la terraza, puso el ramo a su lado y esperó.

Ella le escuchó con una expresión de duda y extrañeza, como si no le entendiese. Se adivinaban en sus ojos los esfuerzos de un trabajo mental profundamente removedor. «¿Moreno? ¿Quién podía ser este Moreno? ¡Ella había conocido tantos hombresComo si apelase al auxilio de un medicamento se sirvió una nueva copa, bebiéndola ávidamente, y su rostro pareció iluminarse al sonreir.

También la casa en que vivíamos nosotras la han echado abajo, explicó Zoraida. ¿Es posible? Pero el rostro de la anciana volvió a iluminarse: Una vez tu bisabuelo, como siguiendo la broma, me regaló un ramo de diamelas. Josefina se reía, pero no creo que le gustara mucho. Ah, ¡qué ricas diamelas! Y parecía aspirar de nuevo la fragancia y contemplar la escena remota en una milagrosa reaparición.

Una estrella nadaba con lácteo fulgor en la bruma suave del crepúsculo. Sonaban lentas y melancólicas las esquilas de invisibles rebaños; ladraban al borde del camino los perrillos de las huertas; chirriaban a lo lejos los carros; comenzaban a iluminarse las ventanas de las casas rústicas esparcidas en aquellas tierras de labor que alternaban con los solares.

Algo como el hálito de otra presencia llegaba hasta él desde los sitios tenebrosos. Una hora pasó. La claridad caminaba sobre el muro frontero. Hacia la derecha otro ángulo del patio comenzó a iluminarse. Nuevo arco ornado de rosetas de piedra aparecía, y Ramiro, al mirar en aquella dirección, advirtió la forma de una mujer asomada como él hacia la noche. Era Casilda.