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Ripamilán, que tenía los ojillos como dos abalorios, gritaba: ¡Fuera ese iconoclasta! ¡Las hortalizas, las hortalizas! ¿Eso quiere decir que a V. E., señor Marqués, la religión, el arte y la historia le importan menos que un rábano? ¡Bravo, paisano! gritó don Víctor, en pie, con una copa de Champaña en la mano.

¡Bien, muy bien! dijeron todos, incluso Joaquín. Y yo estoy cansado de que se me tome a por un iconoclasta; , iconoclasta soy, pero iconoclasta del vicio, apóstol de la virtud y heresiarca de las tinieblas que envuelven la inteligencia y el corazón de la humanidad. ¡Bravobravo!

Y , hijo y sucesor de Benavides, llegado en pleno siglo iconoclasta, que participas como el viejo Alcides de la verdad de tu divina casta: Sigue esparciendo con la ungida diestra las luminosas gracias de tus cruces, y en el único ideal que el pueblo abraza por obra y gracia de la ciencia vuestra, se hará, al amor de redentoras luces, la transfiguración de nuestra raza.

Refrenaba todas sus tentaciones, comenzando por la de morir, y con el furor de un iconoclasta, destruía dentro de todas las imágenes de las cosas y de los seres. Años hacía que vivía así, cuando ella se le apareció. Y allí la volvía a ver, en el carruaje que subía lentamente la cuesta, acompañada de otra dama: sus miradas se cruzaron rápidamente.

En cierta época, cuando era joven, al pensar en estas cosas la duda le había atormentado tantas veces con punzadas de remordimiento, si quería figurarse la vida de Jesús, que ya tenía miedo de tales imágenes; huía de ellas, no quería quebraderos de cabeza. «Bastante tenía él en qué pensar». Era un iconoclasta para sus adentros.