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¿Tan alta era la mujer de quien os enamorásteis? Ni me enamoré, ni era alta la mujer á quien mi pensamiento consagró mi amor. Era tan pobre y tan humilde como yo... ¡Margarita! Fray Luis inclinó la cabeza sobre una de sus manos, y repitió con voz opaca y concentrada: ¡Margarita!

Pasaba sin transición del mundo en que le había colocado su nacimiento a otro más humilde, hacia el cual le empujaban sus aficiones artísticas.

Ya en tu cielo brillando el claro y nuevo día, respirando venturas, amor y libertad, de los que caído hubieren en la noche sombría no te olvides, que aun bajo la humilde tumba fría se sentirán felices por tu felicidad.

El célebre Tajo, que un eminente poeta portugues ha cantado con tan rica inspiracion, se tiende humilde y manso á los piés de Lisboa: á juzgar por su riqueza de caudales, imita al poderoso mar en majestad, pero sus tranquilas ondas cristalinas, sin soberbia ni estruendo, confiesan su naturaleza de rio, pero de gran rio.

Trasladose, pues, y allá fue metiendo su ajuar humilde, y sus chiquillos, y el ama, para lo cual antes hizo hueco, echando fuera la mar de tiestos y tibores de plantas, y poniendo en la calle a Daniela, que en rigor no servía más que de estorbo. A sus funciones de gran canciller agregó pronto las de doncella y peinadora de su suegra y cuñada. Así todo se quedaba en casa.

Y desde entonces, por mucho que la princesa se deleitase en contemplar las flores que representaban vidas de esclavos y montones de riquezas, siempre se le iban los ojos hacia la florecilla humilde, cuya semilla trajo el aire misterioso de regiones lejanas. Lo mismo le pasaba a don Juan.

Las mil frases bonitas que había leído y conservado en la memoria para matizar con ellas su pintoresca elocuencia acudieron en tropel a sus labios saliendo a borbotones. ¿Qué plan de vida podía tener él, como no fuera pasar la suya entera adorando a Elvira, con una pasión humilde, discreta, satisfecha con arder a lo lejos, como en la última grada del altar el cirio de un pobre?...

El padre, algún tiempo antes de morir, había conseguido que le diesen una plaza de organista en una de las iglesias de Madrid, retribuida con catorce reales diarios: no era bastante, como se comprende, para sostener una casa abierta, por modesta que fuese; así que, pasados los primeros quince días, nuestro ciego vendió por algunos cuartos, muy pocos por cierto, el humilde ajuar de su morada, despidió a la criada y se fue de pupilo a una casa de huéspedes pagando ocho reales; los seis restantes le bastaban para atender a las demás necesidades.

No los necesitaba, sin duda, porque la cosa era tan clara...; pero quiso llevarlos por previsión o delicadeza. Al salir echó sobre su pobre aposento una mirada de lástima en que también había algo de gratitud. Le parecía tan excesivamente humilde, que se admiraba de que ella se hubiera dignado por tanto tiempo honrarlo con su presencia.

Pudiera suceder, por último, que constando la Economía Política, si no me equivoco, de varias partes, como son: la creación de la riqueza, su circulación, su repartición y su consumo, hayamos por acá estudiado a fondo las partes últimas, y hayamos descuidado bastante el estudio de la primera, considerándola acaso como imposible de aprender, y exclamando humilde y cristianamente con el poeta: Es el criar un oficio Que sólo le sabe Dios Con su poder infinito.