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8 y carta para Asaf, guarda de la huerta del rey, [a fin] que me madera para enmaderar los portales del palacio de la Casa, y [para] el muro de la ciudad, y la casa donde entraré. Y me lo otorgó el rey, según la benéfica mano del SE

En esto se oyeron muy cercanos los ladridos de un perrazo. La del alcalde, pensando que era el de su huerta, que venía a vengarla, comenzó a gritar: ¡Aquí, chucho, aquí!... ¡

Ana oía vagamente los ruidos de la cocina donde Pedro disponía con voces de mando los preparativos de la comida; el rumor de los surtidores del patio y las carcajadas y gritos de su marido, de Visita, de Edelmira y de Paco, que iban y venían por las escaleras, por los corredores, por la huerta, por toda la casa. No había visto al Provisor entrar.

Jovellanos ya notó esta opinión de los labradores meseteños de que «el riego esteriliza las tierras». He visitado una pequeña huerta; el arrendatario de las tierras posee dos caballerías para mover la noria; pero ahora, en la época de la molienda de la aceituna, este labriego, a tener sus tierras limpias y sazonadas, prefiere alquilar sus bestias por tres reales diarios a las almazaras.

Estos dos documentos se imprimieron por vez primera, como apéndice de una composición poética en alabanza de Calderón, que dió á conocer D. Gaspar Agustín de Lara en 1684, con el título de Obelisco fúnebre; después se incluyó en el Teatro español de La Huerta, parte segunda, tomo III, y se publicó también por Malsburg, cuya traducción he copiado, así como la de otros párrafos suyos, citados en la página 197 del tomo IV del prólogo, á que antes aludimos.

Llegó después de dos horas de marcha, deteniéndose muchas veces para dar aplomo á su cuerpo, que se balanceaba sobre las inseguras piernas. El aguardiente se había apoderado de él. Ya no sabía con qué objeto había llegado hasta allí, tan lejos de la parte de la huerta donde vivían los suyos, y acabó por dejarse caer en un campo de cáñamo á orillas del camino.

De la huerta pasaron á la pomarada y aún fué mayor la alegría y la admiración de D. Félix al verse entre aquellos manzanos tan finos y peinados como elegantes damiselas. No eran como los suyos enormes, frondosos; pero en cambio soportaban en cada rama cuantas manzanas podían, y éstas eran más fragantes y azucaradas. D. César los trataba con una severidad inflexible que pasmaba á su primo.

La más notable de las que desenvuelven este tema es, á nuestro juicio, la que lleva el título de Don Gil de las calzas verdes, una de sus más famosas comedias, que hasta ahora se ha mantenido en el teatro español con el mayor aplauso de los espectadores de todas las épocas, y lo mismo se observa en El amor médico, en La huerta de Juan Fernández y en alguna otra.

Cuando Visanteta, una criada de la huerta, morena, con ojos de zarzamora y una piel ardorosa y fina, le ayudaba á desnudarse ó le despertaba para llevarle al colegio, Ulises tendía los brazos en torno de ella con repentino entusiasmo, como si le embriagase el perfume de animalidad vigorosa y púdica que exhalaba la muchacha. «¡Visanteta!... ¡Oh, Visanteta!...» Y pensaba en doña Constanza.

Ana salió con el libro debajo del brazo; fue a la huerta. Entró en el cenador, cubierto de espesa enredadera perenne.