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Ese encuentro, que él no había buscado, le embarazaba un poco; pero luego pensó que, después de todo, el encuentro habría de ser inevitable y que si era entre ellos necesaria una explicación siempre había de ser preferible aprovechar la ausencia del Príncipe y de su hijo. Dispense, señor Delaberge repuso la hostelera, con voz no muy segura.

Por eso parecieron al inspector general verdaderamente pueriles las lamentaciones de la señora Princetot. De todas maneras esta escena de lágrimas se iba haciendo penosa. El continuado sollozo movía con violencia el desbordante pecho de la hostelera y sus carnosos labios agitábanse convulsivamente. Como había sido la causa de esa tempestad, se creyó Delaberge en el deber de calmarla.

¡Ah! gimió la hostelera, frunciendo las cejas y moviendo la cabeza. ¿Por qué se habrá metido en ese malhadado asunto? De él nos viene todo el mal, y seguramente no hemos llegado al fin todavía. Tenga paciencia. Todo se arreglará. Veré al señor Simón, y si es razonable... La señora Miguelina le interrumpió precipitadamente: No, no le vea usted otra vez. ¡Ya es demasiado que se encontraran ayer!...

Miguelina le interrumpió con gran violencia: ¡Calle usted!... No diga estas cosas, pues no son sino viles mentiras. Usted solamente puede darme la certidumbre y yo le suplico que sea franca. ¿Cuál es la fecha exacta del nacimiento de Simón? No ... No lo recuerdo bien balbuceó la hostelera visiblemente turbada.

Mas era preciso que obedeciese Delaberge al mandato administrativo; la hostelera no se había engañado nunca a misma y pensaba que algún día la había de abandonar y, aunque suspirando hondamente, al fin se resignó. Una semana después el guarda general se marchó a París, no sin sentir en el fondo de su espíritu como una vaga liberación.

Poco ganoso de volver a su cuarto triste y frío, el joven prestaba gustosamente oídos a la charla de su hostelera y sus ojos se detenían con verdadera complacencia en la blanquísima nuca que adornaban unos ricillos de su cabello, o bien en la flexibilidad de su cintura... A veces se quedaban ambos silenciosos; la mirada lánguida de Miguelina se encontraba con los azules ojos del guarda general; éste, de ordinario frío y reservado, se expansionaba, se atrevía a alguna insinuación galante, y entonces, con su intuición femenina, la hostelera del Sol de Oro adivinaba, por ciertas inflexiones de su voz llenas de emoción, que su huésped se iba haciendo cada día menos insensible a sus encantos.

A medida que iba recordando los detalles de su entrevista, le parecían más extrañas aún las palabras y la actitud de la hostelera. ¿Por qué tanta prisa en verle marchar?

En los comienzos, teniendo aún como quien dice en los ojos las elegancias de las modistillas y de las señoras de Nancy, no concedió Francisco mucha atención a las gracias campesinas de su hostelera. Pero, en una soledad como la de Val-Clavin, una mujer joven, junto a la cual se vive mañana y tarde, acaba por ejercer una atracción lenta y segura.

Esta maligna insinuación de la Fleurota acababa de despertar en su espíritu una inquietud mal adormecida. Esta mujer, contemporánea de Miguelina, a la que había tratado sin duda con familiaridad, recibió tal vez algún día íntimas confidencias de la hostelera del Sol de Oro. Era mujer muy despierta y debía saber muchas cosas.

La mesa estaba servida en el parador de las diligencias, y hacia los honores una hostelera de mal humor, término medio entre doña Dulcinea y Maritornes, que nos abrumó con gallinas y perdices compuestas de todos los modos imaginables, y los consabidos garbanzos cocidos, tan sólidos como piedras de macadamizar.