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Al diablo por estos tornadizos dijo el estropeado Cigarral así como vió trasponer al morisco hortelano ; al diablo por estos tornadizos, que siempre responden con sentencias y palabras de compás y medida, que huelen todavía al Alcorán, como pólvora al azufre, y como vasija al primer caldo que encerró en ella.

Abajo, en el jardín, sonaba la voz del hortelano llamando á su perro para que no continuase ladrando junto á la escalinata de la «villa», como si olfatease la presencia de un intruso. Vámonos ordenó Alicia con gravedad . Las criadas van á volver de misa. No me gusta que nos vean aquí, en mi dormitorio. Podrían creer...

Lubimoff fué avanzando, sin encontrar á nadie, y se le ocurrió que el hortelano debía ser un hombre acompañado por un perro con los que se había cruzado en la entrada de la avenida. Subió los cuatro peldaños de la casa. También aquí la puerta estaba entreabierta, y empujándola se vió en un recibimiento del que arrancaba la escalera para los pisos superiores. Nadie.

No se hartaba el buen capitán de examinarlo todo y de hacer preguntas y preguntas, aspirando con ansia á penetrarse de aquel arte supremo, pero bien persuadido de que jamás lo lograría. Respondía el señor de las Matas con amable condescendencia y la misma convicción. Porque sabido de antiguo tenía que su primo era un excelente ganadero, pero nada más que mediano hortelano.

Por un refinamiento algo sibarítico, no fue el hortelano, ni su mujer, ni el chiquillo del hortelano, ni ningún otro campesino quien nos sirvió la merienda, sino dos lindas muchachas, criadas y como confidentas de Pepita, vestidas a lo rústico, si bien con suma pulcritud y elegancia.

La célebre escena de la reconciliación en Tartuffe está sacada de El perro del hortelano, de Lope de Vega, y L'école des marés, en muchas de sus escenas, recuerda otras de La discreta enamorada y de El mayor imposible, del célebre poeta español.

La sonrisa que plegaba los labios del noble se desvaneció repentinamente. ¿Cómo?... ¿Qué tiene que ver?... dijo con mal disimulada turbación. También Amalia se turbó. Sus pálidas mejillas se colorearon. Hemos estado murmurando de . ¡Qué traje te hemos cortado, chico! Aquí Manuel Antonio profirió Amalia decía que era usted el perro del hortelano. No; eras quien lo decías.

No había encontrado á nadie; la verja y la puerta estaban abiertas. Ella, á su vez, también se excusó. Era domingo; Valeria, su acompañante, se había ido á Niza para almorzar con una familia amiga; su doncella y la mujer del hortelano estaban en misa; el viejo habría salido un momento para ver á sus amigos...

Las largas filas de rosales, los macizos de plantas, toda esa jardinería mutilada y corregida por las tijeras del hortelano, reverdecía con el soplo cálido de la tarde y se cubría de flores, uniendo sus simples perfumes a la estela de esencias que dejaban las señoras tras su paso.

Otra de las particularidades de aquél era el tutear a todo el mundo, grandes y chicos, señoras y caballeros. ¡Yo! exclamó la dama. ¿Y por qué soy el perro del hortelano?... Sepamos. Pues decía Amalia que ni querías comerte la carne ni permitir que la coma D. Santos. ¡Vamos! ¿Quieres callarte, embustero? dijo la señora, medio irritada, medio risueña, dándole un pellizco.