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Bastaba para esto saber que todo el granero de su casa lo tenía lleno de libros misteriosos, en idiomas extranjeros, todos conteniendo horribles doctrinas contra las sanas creencias en Dios y en la autoridad de sus representantes.

Era, pues, preciso operar a la vista de aquellos a quienes, más tarde o más temprano, había de llegar el turno. Cuanto hemos descrito sucedió en pocos instantes. Materne y sus hijos contemplaban tales escenas como se contemplan las cosas horribles, para saber lo que son; luego vieron en un rincón, a la izquierda, debajo del reloj antiguo de loza, un montón de brazos y piernas.

Pero ocurrió la batalla de Mont-Saint-Jean, regresaron nuestros príncipes y regresó también Alfonso a la patria, dirigiéndose a París, donde actualmente se encuentra, haciendo las diligencias necesarias para obtener un empleo diplomático. Abrigamos muchas esperanzas de conseguirlo. ¡Qué horribles angustias hemos pasado!

De mi hermano no una palabra: ignoro por completo su paradero. ¿A quién dirás que tuve el alegrón de abrazar ayer? A nuestro cartero; al fiel y nunca bien alabado Pateta, que está hecho un veterano. Dos días ha andado perdido por los montes, con otro compañero, después de ser sorprendido y derrotado el destacamento de que formaba parte. Cuentan cosas horribles.

Ya lo veo... repuso lord Gray, rematando una botella. El mundo se me cayó encima. Se apagó el sol... ¿No lo ve usted, hombre; no advierte las horribles tinieblas que nos rodean?

Eran unos hombres que venían borrachos profiriendo horribles juramentos, atropellando y riendo desenfrenadamente como una turba de demonios regocijados. La joven sintió tal sobresalto, que no pudo permanecer allí un instante más y echó á correr con mucha ligereza.

En realidad Juana Dodson tenía un talle elegante y flexible, manos y pies razonables, muy hermosos cabellos, un cutis deslumbrador y hasta hubiera sido bonita sin unos horribles anteojos verdes que la desfiguraban y que no se quitaba jamás... ni para dormir, insinuaba maliciosamente su discípula, lo que le había servido de salvoconducto con la severa castellana.

Atormentado por horribles dolores, no dejó de dictar órdenes, enterándose de los movimientos de ambas escuadras, y cuando se le hizo saber el triunfo de la suya, exclamó: «Bendito sea Dios; he cumplido con mi deber». Un cuarto de hora después expiraba el primer marino de nuestro siglo. Perdóneseme la digresión.

Agitado por mil sospechas contrarias, dominado por una cólera furiosa, movía entre sus trémulas manos las cartas, sin pensar en ellas, imaginando horribles venganzas contra su esposa y contra el... ¿Contra quién? ¿Cuál era el traidor? La duda encendía aún más su rabia. Lo que había visto era bien concluyente. Y, sin embargo, su pensamiento no podía apartarse del conde de Onís.

Y ahora, Ester, dijo el anciano Rogerio Chillingworth, como había de llamarse en lo sucesivo, te dejo sola: sola con tu hija y con la letra escarlata. ¿Qué es eso, Ester? ¿Te obliga la sentencia á dormir con la letra? ¿No tienes temor de que te asalten pesadillas y sueños horribles?