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Bien quisiera, lector, que pensáramos a dúo y que mi conciencia hallase siempre eco en la tuya: si por torpe desespero de lograrlo, por sincero creo merecerlo. No busques en mis cuentos y novelas lección ni enseñanza: quédese el adoctrinar para el docto, como el moralizar para el virtuoso: sólo tienes que agradecerme el empeño que puse en divertir y acortar tus horas de aburrimiento y tristeza.

Imposible de todo punto leer en el camino aquel día. Llovía a torrentes, y la tramontana arrojaba el agua a cubos al rostro... Hice la caminata de un tirón, y después de andar tres horas, percibí a la postre ante los tres cipresitos en medio de los cuales guarécese del viento la comarca de Maillane. No andaba ni un gato por las calles de la aldea; todo el mundo estaba en misa mayor.

Es por esta razón qué se tomaban disposiciones para que en la mala estación época en que había poco trabajo y las horas parecían largas varios vecinos tuvieran sucesivamente mesa abierta. Así que los platos del squire Cass no eran tan frescos ni tan abundantes, sus convidados no podían hacer mejor cosa que trasladarse a la casa del señor Osgood, en los Huertos.

Eran unos tres mil duros, y con esta cantidad pensaba encontrar la salvación. El optimismo tornaba a apoderarse de su ánimo, como una reacción necesaria tras tantas horas de insufrible dolor. Aún tenía salvación.

En efecto; pocas horas después buscó el conde a Poldy, la llevó de nuevo a la biblioteca, y con aire de triunfo le mostró los versos ya traducidos. No se qué pensar, dijo a su hermana.

El madrugar era uno de los mejores medios de disciplina y educación empleados por las madres, y el velar a altas horas de la noche una mala costumbre que combatían con ahínco, como cosa igualmente nociva para el alma y para el cuerpo.

Pero entre mujeres se rompe más pronto aún que entre colegiales ese hielo de las primeras horas, y palabra tras palabra fueron brotando las simpatías, echando el cimiento de futuras amistades. Como ella esperaba y deseaba, pusiéronle una toca blanca; mas no había en el convento espejos en que mirar si caía bien o mal.

Y durante esas horas, sentado junto a la soledad de su triste fuego, apoyaba los codos en las rodillas, se apretaba la cabeza entre las manos, y gemía aún más despacio, como si tratara de no ser oído. Sin embargo, no estaba tan completamente abandonado en su desgracia.

Ellos no leían y eran felices. ¿Por qué no habían de hacer lo mismo aquellos tontos del campo, que por las noches quitaban horas a su sueño formando corro en torno del camarada que les leía diarios y folletos?

Y el silencioso público que se deleitaba con este pugilato, los diputados que llenaban los escaños, las dos masas que se estrujaban a ambos lados de la presidencia, emprendieron la fuga al ver terminado el incidente, sabiéndoles a poco las dos horas de alusiones y punzantes recuerdos.