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Eugenia, absorbida por completo en las reflexiones que han hecho nacer en ella los dos espectros, ni hace mucho caso de la cólera de su padre, ni presta grande atención á las pretensiones de su amante. No mucho después, se juntan en la casa de Filipo cierto número de mancebos y doncellas para una fiesta y una especie de academia poética en honor del príncipe Cesarino, hijo del Emperador.

Ese era su derecho, más aún, su deber. Todo la obligaba a ello, su juramento, el honor, la disciplina. Si la venganza salía ganando, mejor... Sordos murmullos y gritos confusos: ¡Ahí están! ¡Ahí están!

Es preciso no ser descompuesto, es verdad; pero ¿hay acaso mayor descompostura que el abandono del honor? es necesario tener prudencia; pero esta prudencia ¿debe llegar hasta el punto de dejarse pisotear por cualquiera?» ¿Quién hace este discurso? ¿es la razón? no ciertamente; es la ira. Pero la ira, se dirá, no discurre tanto.

»A pesar mío, mis ojos vertían abundantes lágrimas, y una incertidumbre angustiosa agitaba y oprimía mi corazón. »¿La noche que debía usted bendecir nuestra unión le dije, se alejó de nosotros voluntariamente o se le obligó a dejarnos? »No, lo hizo por mismo, obligado solamente por el honor, por el deber. »Una pregunta más, Teobaldo: ¿en su lugar, hubiera usted hecho lo mismo? », señora.

Juro en buen hora por mi honor, y ya sabes que este juramento es en estos tiempos y en las Batuecas cosa seria y sagrada, juro por mi honor, digo, que no tengo de parar hasta que tanto sepas en la materia como yo. De poco te asombras, querido amigo: nada es lo que he dicho en comparación de lo que me queda que decir.

El príncipe interrumpe con su mudo llamamiento unas explicaciones de la guerra que hacen estremecer á las dos damas. Coronel: un asunto de honor. Quiero batirme mañana. Busca otro padrino. Toledo parece desconcertado por la orden. Su primer pensamiento vuela hasta Villa-Sirena. Ve el negro levitón, la vestidura solemne del honor pronta á salir de su encierro.

Yo confieso que me horroriza sólo el pensar que estas leyes de la venganza, llamadas leyes del honor, no sólo se sostienen en las comedias sin oposición, sino que se reciben con aplausos, en desdoro de la razón, de la humanidad, de la Iglesia y del Evangelio de Jesucristo.

Ningún código de leyes se observó jamás tan universal y religiosamente en toda España como el del honor, y sus preceptos eran acatados por todos y nunca se quebrantaban impunemente.

Señora dije bruscamente no alabe usted mi hazaña... Quiero olvidarla, quiera olvidar que esta mano... Ha castigado usted la infamia de un malvado, y el alto principio del honor ha quedado triunfante. Lo dudo mucho, señora. El orgullo de mi hazaña es una llama que me quema el corazón. Quiero verlo dijo bruscamente la señora. ¿A quién? A lord Gray.

Trapos multicolores ostentaban entre banderas el mismo rótulo en honor de la Señora de Vizcaya. Las gentes mirábanse con aire hostil; la población, dividida en dos bandos, parecía estremecerse en este ambiente de acometividad. Los vecinos de la villa contemplaban con simpatía ó con odio á los grupos de campesinos y de obreros, según eran sus creencias.