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El marido partió para la guerra en los primeros días de la movilización; abandonó este interior, que todos los artistas habían exornado para deleite de los ojos; la mujer quiso que este hogar fuera el de todos los héroes que se habían sacrificado por la salud de la patria. Se habló y se bromeó a costa de los que habían sacrificado su casa.

Llevad, llevad ¡oh flores! amor a mis amores paz a mi país y a su fecunda tierra, a sus hombres, virtud a sus mujeres, salud a dulces seres que el paternal sagrado hogar encierra... Cuando toquéis la playa, el beso que os imprimo depositadlo en alas de la brisa, porque con ella vaya, y bese cuando adoro, amo y estimo.

Doña Franquista, creyendo que su mal humor era rabia por habérsele frustrado la aventura que ella evitó, le oía refunfuñar y maldecir sin hacerle pizca de caso, hasta que irritado con aquella ofensiva indiferencia y envalentonado por su senil amor, llegó a convertirse en tiranuelo del hogar donde dos años antes tenía idéntica autoridad que el gato.

El magnífico golfo del Sena, entre la Hève y Barfleur, alumbrado por faros amigos, abre el Havre á la América, recibiéndola directamente en el hogar, en el corazón de la Francia. El mismo Sena se adelanta hacia el mar para recoger las embarcaciones, iluminando con gran esmero todas las puntas de la Bretaña.

Debo de estar pálido, desencajado... pero este egoísta no ve nada de eso». Entraron en un coche de tercera. En su mismo banco Frígilis encontró antiguos conocidos. Eran dos ganaderos que volvían de Castilla y después de hacer noche en Vetusta buscaban el amor de su hogar allá en la aldea.

Admiraba Ojeda el fuerte tirón con que este conjuro de esperanza había arrancado a los grupos humanos enraizados por la historia en lugares distintos del planeta. «¡Buenos Aires!», murmuraba el viento de las noches invernales al colarse por el cañón de la chimenea en el hogar campestre, donde la familia española o italiana maldecía el embargo de sus campichuelos y la escasez del pan; «¡Buenos Aires!», mugía el vendaval cargado de copos de nieve al filtrarse por entre los maderos de la isba rusa; «¡Buenos Airesescribía el sol con arabescos de luz en los calizos muros de la callejuela oriental, para el árabe en medrosa servidumbre; «¡Buenos Aires!», crujían las alas de oro de la ilusión al volar de reverbero en reverbero por los desiertos bulevares de una metrópoli dormida, ante los pasos del señorito arruinado y el bachiller sin hogar que piensan en matarse a la mañana siguiente.

Atropelladamente, los tres bigardos salen de la cocina rosmando amenazas, y por el portón del huerto huyen a caballo. La vieja, con la basquiña echada por la cabeza a guisa de capuz, se acurruca al pie del hogar y comienza a gemir haciendo coro a la querella de los mendigos. Entra otra criada, una moza negra y casi enana, con busto de giganta.

El Almirante, al dictar su testamento, habla con amargura de que los reyes sólo dedicaron a su obra un millón o cuento de maravedíes, y que «él tuvo que gastar el resto»... Y eso lo decía a la hora de su muerte, en un país donde todos le habían conocido yendo tras de la corte como parásito solicitante, sin dinero y sin hogar, alojado en conventos, implorando pequeños subsidios para poder moverse de una ciudad a otra... Habían bastado catorce años para una falta de memoria tan estupenda.

Las primeras lecciones del hogar familiar envuelven el alma del niño de un dulce calor, la penetran y la fecundan. Pero más que las lecciones, produce sus frutos el ejemplo e imprime en aquella blanca cera una huella indeleble.

Forzado á huir ocúrrenle después varias aventuras, y regresa, por último, á su hogar, creyéndose seguro; pero, al saber que ha sido condenado á muerte, busca al juez de la sentencia; pone á sus criados de centinela á la puerta de la casa de éste, su apodera de los autos, los rompe y se escapa con sus servidores.