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Vete con esas lágrimas á onde no te conozcan; que yo ya de qué pie cojeas. ¡Hipocritona, borracha!... ¡Á ver si te levantas de ese rincón y barres la casa y das de comer á esos muchachos! ¿Qué he de darles, si no lo tengo? Bebe menos, y verás como lo encuentras. Tras estas palabras y una mirada muy significativa, pero que nada tenía de dulce, salió de la sala el Alcalde.

Y, sobre todo, no jures, que es pecado mortal. Véngate sin juramento; con cachaza y mala intención. Pierde cuidado. No me faltará cachaza. He de disimular más y he de ser más hipocritona que esa indina. Mala intención es lo que no tengo; mi intención siempre será buena.

Harta de retozar con los curas, se quiere hacer la obispa catoliquísima y meterse en el confesonario... ¡Perdida, borrachona, hipocritona!... púa de sacristía, amancebada con todos los clérigos... con el Nuncio y con San José...».

Vengábase protegiendo ahora los amores de Mesía y Ana, «del idiota de don Víctor» que se ponía a comprometer a las muchachas sin saber de la misa la media; vengábase de la misma Regenta que caía, caía, gracias a ella, en un agujero sin fondo, que estaba, sin saberlo la hipocritona en poder de su criada, la cual el día que le conviniese podía descubrirlo todo.

¡Ay, señora, usted no sabe lo que pasa, usted no sabe que a las dos nos está engañando... y quién es la que nos le entretiene, una culebra, una hipocritona, que me vendía amistad...! Esto no quedará así, señora, no quedará así... Ahora lo que le conviene es tranquilidad; que tiempo hay de ajustar cuentas atrasadas...

No, no, si es el Provisor déjele usted que entre, que quiero matarle yo mismo.... ¿Quién llora ahí? Es su hija de usted. ¡Ah grandísima hipocritona, si me levanto, mala pécora! la que mata a su padre de hambre, la que echa cuentas de rosario y pelos en el caldo, la que me echa en las narices el polvo de la sala, la que se va a misa de alba y vuelve a la hora de comer... ¡infame, si me levanto!

La grey femenil hizo coro a los vituperios de Currita, y todos convinieron en que la marquesa de Sabadell era una intriganta, una beata hipocritona, una mala esposa que, habiendo campado por su respeto diez años entre curas y monaguillos, quería ahora oscurecer al pobre Jacobo bajo la tutela del padre Cifuentes, y que era caso de conciencia y obligación imprescindible de todo fiel cristiano arrancar a la pícara el antifaz y advertir al cándido muchacho el lazo que le tendían.

Quiere a toda costa que sean de seda, y por más que anduve todos los comercios, no las hay. No tiene más remedio que encargarlas. ¿De seda? ¡Madre! Entonces se nos va a casar. Yo no nada de eso, señorito se apresuró a replicar la criada con señales de turbación. ¡Quita allá, hipocritona! exclamó riendo. lo sabes como yo y como todo el mundo... ¿Y para cuando? Le digo que no nada.

Permítame usted que le presente a D. Narciso Solís. De esta suerte, el Padre González ha tenido la culpa de que yo conozca a Narcisito. Después, la verdadera culpada de que hable yo con Narcisito, de que me ponga con él de acuerdo, y de que el flirteo se convierta en noviazgo, ha sido esa hipocritona de doña Rita.

Era, en fin, una hipocritona de las que saben que a los hombres no les gustan las mujeres beatas, pero tampoco descreídas, sino, así un término medio, que los hombres mismos no saben cómo ha de ser.