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Recorro la maraña de engarabitadas callejas. Las puertas y ventanas de los viejos palacios están cerradas; las maderas se hienden, corconan y alabean; se deshacen en laminillas los herrajes de los balcones; descónchanse los capiteles de las columnas y se aportillan y desnivelan los espaciosos aleros que ensombrecen los muros... Desemboco en una plaza; el sol la baña vívido y confortable; me siento en el roto fuste de una columna.

Oyese al mismo tiempo un murmullo sordo que sube de los campos inferiores á través de las nubes arremolinadas; es el ruido de la lluvia ó del granizo, el estrépito de los árboles que se rompen, de las rocas que se hienden, de los aludes de piedra que se desploman, de los torrentes que se hinchan y mugen, destruyendo los ribazos, pero todos esos estruendos diversos se confunden al subir hacia la serena montaña.

El espacio hienden torres de la iglesia redentora que la cúpula cobija con los brazos de la cruz y del fondo de los siglos va la chispa inspiradora encendiendo en las conciencias los destellos de su luz. Con monjiles atavíos, tras las tapias del convento, se presiente que va pronto María Clara a parecer, evocando soñadora, ya dormido el pensamiento, la azotea do hizo Ibarra sus mejillas florecer.

Hienden las olas del romperse canas, Menudean las piernas y los brazos, Aunque enfermos estan, y ellas no sanas. Y en medio de tan grandes embarazos La vista ponen en la amada orilla, Deseosos de darla mil abrazos. Y yo bien, que la fatal quadrilla Antes que alli, holgara de hallarse En el compas famoso de Sevilla.

¡Adelante, mi fiel Iscar! ¡ya lo ves, el mar está azul y el oleaje viene a acariciar dulcemente tu ancho pecho, blanqueado por la espuma! ¡Adelante! ¡ hundes en el agua límpida tus narices que se abren temblorosas! y tu larga crin se cubre de perlas brillantes como gotas de rocío. ¡Adelante! mueve aún tus corvas vigorosas que hienden las olas.

Sobre un lecho, adormida, de piedras finas, te arrullan de los bosques las auras suaves; velan tus sueños de oro castas ondinas, te murmuran mil trovas parleras aves. Palpita en tus entrañas, arde en tu suelo la áurea y candente lava de los volcanes; sierpes de escamas ígneas hienden tu cielo cuando ruedan crujiendo los huracanes.

Por otra parte, los volcanes no suelen esperar que les arrojen víctimas: ya saben ellos encontrarlas cuando hienden la tierra, vomitan lagos de lodo, cubren con ceniza provincias enteras y hacen perecer de una vez á toda la población de un país. Bastante es eso para que los adore todo aquel que se incline ante la fuerza. El volcán devora, luego es Dios.