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Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha Capítulo IX. Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron

No lo creo replicó sonriendo el hidalgo. Es un libro puramente expositivo, sin intención alguna polémica. En esta confianza se llevó a su casa el tomo primero y se puso con afán a leerlo. Comenzaba con una descripción elocuentísima del mundo sideral, del panorama de las grandezas celestes. El autor desenvolvía con pluma vigorosa el mecanismo inmenso de los cuerpos que giran en el espacio.

Pero aquí vuestro padre no me nombra; os dice sólo, que por medio de un aderezo podréis reconocerme si yo quiero darme á conocer de vos. Ya veis, madre mía, que mi padre no ha podido ser más hidalgo. , pero... No es posible que ese secreto... Sin embargo... ¿quién os ha dado esa carta? El cocinero mayor del rey. ¡El cocinero mayor! , Francisco Martínez Montiño.

El resto de la frase perdiose entre las mantas. Amargo fue el despertar del joven hidalgo.

Volvióse por el castillo del duque y contóselo todo, con las condiciones de la batalla, y que ya don Quijote volvía a cumplir, como buen caballero andante, la palabra de retirarse un año en su aldea, en el cual tiempo podía ser, dijo el bachiller, que sanase de su locura; que ésta era la intención que le había movido a hacer aquellas transformaciones, por ser cosa de lástima que un hidalgo tan bien entendido como don Quijote fuese loco.

A las seis de la tarde el insolente hidalgo galopaba en dirección a la villa de su residencia, cuando fué enlazado su caballo; y don Antonio se encontró en medio de cinco hombres armados, en los que reconoció a otros tantos de los comensales del cura. Dése preso vuesa merced le dijo Tupac-Amaru, que era el que acaudillaba el grupo.

Me estáis cargando la paciencia hace una hora, y no quiero ya más peso. ¡Idos, ó vive Dios! Mirad no os tire yo en medio de la escena, don bravatas exclamó el hidalgo, que echaba fuego por los ojos. ¡A ! ¡echarme vos á !... exclamó Montiño poniéndose pálido. Y en seguida sonó una bofetada, y luego un hombre cayó, como lanzado por una máquina, del lado de adentro de los bastidores.

Cuerpo que el hidalgo tomaba en sus manos casi nunca volvía a los estantes. ¿Para qué? ¡Le quedaban tan pocos años de vida! Los ataques de gota se repetían, cada vez más próximos, y un mal oculto y febril le iba desecando el húmedo radical y rebutiendo los hipocondrios.

-Por vida vuestra, hijo, que volváis presto de Tembleque, y que, sin enterrar al hidalgo, si no queréis hacer más exequias, acabéis vuestro cuento. «Es, pues, el caso -replicó Sancho- que, estando los dos para asentarse a la mesa, que parece que ahora los veo más que nunca...»

Cuando Carmen, un poco engañada, alzó la cabeza y miró al hidalgo, le vió demudado y con el rostro humedecido. Angustiada todavía, le preguntó: ¿Lloras?...; ¿sabes llorar?