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Pero yo iba diariamente a la iglesia, y platicaba en espíritu con la penitente, considerándola regenerada, como lo estaba yo. Murió la infeliz, a los cuarenta y cinco años de su edad. Gestioné el permiso de sepultura en el interior del edificio, y desde entonces protegí más la Congregación, la hice enteramente mía, porque en ella reposaban los restos de la que amé.

Recordé que Oliverio debía estar en el teatro: sabía cuál era y quién le acompañaba. No teniendo por qué resistir a una cobardía más, ocupé un coche y me hice conducir. Tomé un palco oscuro desde el cual esperaba ver a Oliverio sin ser notado. No estaba en ninguno de los otros palcos que había enfrente del mío.

La desgraciada mujer había venido de muchas leguas lejos, a solicitar el indulto, y alojaba en una casa sucia y miserable de uno de los barrios extremos de Madrid. Allá a la noche me sentí fatigado, cual si hubiera pasado el día trabajando, cuando no hice otra cosa que errar distraído por las calles, y me acosté temprano.

Su espíritu no era bastante sutil como para adivinar qué causa había podido causar aquella extraña inversión de las relaciones entre el padre y el hijo que importaba aquella intención de Godfrey de darle cien libras esterlinas. La verdad es, mi padre... lo siento mucho... que hice muy mal. Fowler pagó como dijo las cien libras esterlinas. Me las entregó cuando fui allá, el mes pasado.

Respecto a Carlitos, no puedes imaginarte cuánto siento no poder corresponder a la vehemencia de su pasión, que nada hice bien lo sabe él por alentar ni infundir. Es un joven distinguidísimo, bueno, lleno de méritos; y, en virtud de estos mismos merecimientos, no debe ser engañado con una correspondencia fingida de que yo soy incapaz. Se curará de su pasión, me olvidará.

Le hice ver que mi poca reflexión no debía ser motivo de disgusto, y puse todo mi empeño en que comprendiera que cuanto yo había dicho no era más que la repetición de opiniones leídas en no qué libro, oídas a no qué personas. Nunca pensé que hería a Angelina en lo más vivo; jamás pude imaginar que la pobre niña supiese la historia de su infeliz madre.

Hasta he averiguado que con parte de esos veintidós mil duros hizo Pepe los gastos de nuestra boda. ¡Qué base para nuestra felicidad! De mi entrevista con aquella mujer saqué el convencimiento de que no mentía: la índole y el carácter de Pepe servían de acusadores contra él, además quise ponerle en al trance de que confesase y lo conseguí. Hice una cosa horrible, pero en relación con su maldad.

Sus ojos estaban clavados con ansiosa curiosidad en la puerta del Saladero. Me acordé entonces de las damas del imperio romano, que daban la señal de muerte a los gladiadores, e hice una porción de reflexiones histórico-filosóficas, de las cuales hago gracia a los lectores. Cuando más embebido me hallaba en ellas, escuché una voz cerca que preguntaba: Caballero, ¿sabe V. qué hora es?

Pero le hice ver en seguida los inconvenientes que habría traído consigo cualquier resolución violenta en tal momento, y concluyó por convenir en que mejor había sido «el despresiarle». Después de quedar unos instantes silenciosa en actitud reflexiva, abrió la llave de los consejos.

Llegué á esta última ciudad que ya he descrito al hablar de Suiza, y desde Ginebra á Berna, encontré mas comodidades que en ningun pueblo de Europa. Hice la travesía en catorce horas, pasando por Yverdon y Neuchatel, viajando en vapor por lagos, en vapor por tierra, en diligencia y en ómnibus, todo en poco tiempo, y admirablemente bien.