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De todos modos, la terapéutica del pasado para la salud del alma y del cuerpo mediante la magia religiosa está herida de muerte por la ciencia positiva, aunque no esté muerta aun.

Cierto que de puertas adentro todo era reposo y santidad; pero ¡cuántos horrores y amarguras le esperaban al poner la planta en esa sociedad donde cada día es un combate y cada hora una herida!

El prelado tornaba a preguntar si había meditado bien en su resolución, si la había tomado por algún respeto mundanal, herida de algún desengaño pasajero. María respondía que venía por su libre voluntad a confiarse y reposar en el seno del Amado de su alma. Todos los ejércitos de la tierra no la harían retroceder, porque su Dios la había hecho firme e inexpugnable, como la montaña de Sión.

Ana vio aparecer en el púlpito de la izquierda del altar la figura de Glocester, siempre torcida pero arrogante: la rica casulla de tela briscada despedía rayos herida por la luz de los ciriales que acompañaban al canónigo.

La gloriosa mujer daba chillidos creyéndose herida de muerte, y la muchedumbre, á pesar de su admiración, acabó por reir de ella con alegre irreverencia. Al verse sentada otra vez en su carruaje, libre de aquella avalancha fustigadora, igual á un haz enorme de cañas, el susto que había sufrido se convirtió en orgullosa cólera.

Yo hubiera despertado al sentirme herida. Yo le hubiera perdonado. ¿Qué digo... le hubiera perdonado? Yo le hubiera pedido perdón y hubiera sido dichosa muriendo en sus brazos. ¡Cuánto me ama! Este amor que vale. En este amor que debiera yo haber cifrado siempre mi orgullo. ¿Por qué le he descuidado, hasta perderle tal vez, desvanecida yo, loca, atolondrada por una vanidad mezquina?

El cirujano dijo que aunque grave, la herida no parecía mortal; pero añadió que si no llegábamos a Cádiz aquella noche para que fuese convenientemente asistido en tierra, la vida de aquél, así como la de otros heridos, corría gran peligro.

La única determinación firme que nacía de todo ello era la de despedir a Arturito, que ya le parecía insufrible. Pero Rafaela era la bondad misma y, antes de hacer la herida que consideraba indispensable hacer, preparaba bálsamos para curarla.

Al mediodía llegó el médico, que reconoció a Martín la herida, le tomó el pulso y dijo: Ya pueda empezar a comer. ¿Y le dejaremos hablar, doctor? preguntó la muchacha. . Se fué el doctor, y la muchacha de los ojos negros descorrió las cortinas y Martín se encontró en una habitación grande, algo baja de techo, por cuya ventana entraba un dorado sol de invierno.

Y cuando bajaba presurosa la escalera, el dolor de aquella herida del amor propio la atormentaba más que las que había recibido en su honra. ¡Una cursi! El espantoso anatema se fijó en su mente, donde debía quedar como un letrero eterno estampado a fuego sobre la carne.