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Maltrana el altivo, el hombre superior, cuya palabra era un hachazo; el fervoroso creyente de la alegría de la vida y su refinado helenismo, sintió que sus piernas flaqueaban, y se apoyó en un árbol. No podía más: era un vencido. Confesaba su cobardía, cayendo anonadado bajo el zarpazo de la Suerte. ¡Pobrecillo!

La vida era alegre; había que dar a la vida un sentido helénico, y el helenismo no podía ser más fácil de conseguir: estaba en el escaparate de una confitería, en los ojos de una tierna muchacha, aunque hubiese nacido entre los estercoleros de Tetuán. Feli le aguardaba en el rellano, trémula de miedo. Isidro, ¿eres ? preguntó con voz acongojada. Había anochecido.

Pero ésta no sentía apetito, no quería nada; y al fin, por no contrariarle, pidió una botella de cerveza. Otras parejas ocupaban los rincones, silenciosas, en íntimo contacto por debajo de la mesa y devorándose con los ojos. Maltrana se creía en un mundo nuevo, mejor que el que había conocido hasta entonces. ¡Viva la alegría de la vida... y el helenismo también!

Maltrana ya no pensaba en si la vida era alegre o triste, negra o de color rosa. La vida era sencillamente un aburrimiento, y el helenismo una farsa de los libros.

Estuve en dos o tres teatros. Son de estilo inglés, generalmente pequeños y bonitos. En uno de ellos vi la famosa opereta Patience, crítica acerba de la última plaga de la literatura inglesa, el estetismo; esto es, la lánguida aspiración al ideal, traducida en maneras vaporosas, en posturas de virgen rosácea, en grupos de un helenismo rococó.

Influido por el helenismo de su maestro, que fácilmente prendía en él, acostumbrado como estaba al trato diario con los autores griegos, soñaba con que la humanidad del porvenir fuese una inmensa Atenas, una democracia artística y sabia gobernada por grandes pensadores, sin más luchas que las de las ideas ni otra ambición que la de pulir la inteligencia, de costumbres dulces y dedicada a los goces del espíritu y al culto de la Razón.

Y el helenismo del pobre muchacho consistía en fumar por primera vez, beber copas de marrasquino, único licor que toleraba su paladar de calavera griego, enviar cartitas de amor en versos clásicos a las costureras o a las hijas de ciertas señoras de clases pasivas que pasaban la velada en el Café de Peláez o en el de la Universidad, y en desaparecer por media hora en algún portal de los callejones inmediatos, llevándose tras él a la infeliz que paseaba la acera haciendo su guardia.

Con la transferencia operada por Constantino, de la protección oficial y de las rentas y bienes del antiguo culto al nuevo, el cristianismo, cuya más genuina y completa forma es la perfecta esterilidad del misticismo, desaloja al helenismo y al filosofismo, y determina, efectivamente, una nueva actividad intelectual, de carácter especial, inhibitoria de toda otra, como el islamismo, que surge, más tarde, de la misma cepa judía, y también para secar o esterilizar como ésta y aquélla la fuente de que han brotado, a fin de quedar en la situación privilegiada del hijo único del entendimiento, monopolizando todas las facultades y las afecciones, heredero universal de los bienes, los mimos y los honores en la persona de sus tanto más celosos guardianes y adherentes; unicato intelectual que la revelación cristiana conserva hasta los tiempos modernos y la musulmana hasta el presente.