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El suelo se humedecía cada vez más, porque el sol no tenía fuerza bastante para enjugarle después de los chubascos, cada día más fuertes y más frecuentes; las noches eran eternas, y sólo un sueño como los que últimamente dormía el de Madrid, era capaz de hacérselas pasar medio á gusto entre los silbidos del vendaval que penetraba fino y cortante por cada rendija de las innumerables que tenían las puertas exteriores del solariego palomar; las lumbradas que hacía el ama en la cocina solamente las soportaban ella y don Silvestre, acostumbrados á su calor desde la infancia: el forastero se abrasaba acercándose al fuego, y retirándose de él se le helaban las espaldas con el gris que corría en aquel inmenso páramo.

Pero entonces se me hacía terriblemente difícil conservar el tono de charla ligera, y muy a menudo las bromas se helaban en la punta de mi pluma. Y todo se ensombrecía de día en día en torno nuestro. Papá estaba cabizbajo, porque las malas cosechas habían defraudado sus más bellas esperanzas; mamá murmuraba, porque nadie iba a distraerla, y Marta se marchitaba cada vez más.

Vendíase por los neveros á cinco cuartos la libra de nieve, y á juzgar por todos los indicios, aquellos sevillanos de antaño sentían más necesidad que los actuales del consumo del hielo, y así no solamente el vino, los refrescos y otras bebidas las helaban, sino también las frutas, las confituras y otros diversos comestibles.

El frio de noche les molestaba mucho; y aunque con los escasos matorrales que hallaban, tenian fuego toda la noche, como no llevaban mantas, ni con que cubrirse, por un lado se calentaban y por otro se helaban sin poder dormir.

Con escrutadora mirada examinaba los rígidos detalles de la sala, desde el pulimentado calorífero de vapor parecido a un enorme soda-cracker barnizado, que calentaba un extremo del cuarto, hasta el busto monumental del doctor Crammer, que daba escalofríos en el opuesto, desde el padrenuestro dibujado por un ex maestro de caligrafía, con tal variedad de elegantes rasgos de escritura, que disminuía notablemente el valor de la composición, hasta tres vistas de la población, tomadas del natural desde el Instituto, por el profesor de dibujo, y que nadie hubiese sido capaz de reconocer; desde dos citas ilustradas del Antiguo Testamento, escritas en letra inglesa, tan horriblemente remotas que helaban todo humano interés, hasta una gran fotografía de la clase superior, en la cual las niñas más bonitas tenían el color etiópico, sentadas, al parecer, unas sobre las cabezas y hombros de las otras.

Una mañana de Marzo, ventosa y glacial, en que se helaban las palabras en la boca, y azotaba el rostro de los transeúntes un polvo que por lo frío parecía nieve molida, se replegó el ejército al interior del pasadizo, quedando sólo en la puerta de hierro de la calle de San Sebastián un ciego entrado en años, de nombre Pulido, que debía de tener cuerpo de bronce, y por sangre alcohol o mercurio, según resistía las temperaturas extremas, siempre fuerte, sano, y con unos colores que daban envidia a las flores del cercano puesto.

Hallaba Amparo en el semblante de Guardiana no qué limpidez, qué tranquilidad honesta, que le helaban en los labios el cuento de amores cuando iba a empezarlo; al paso que Ana, con su nervioso buen humor, su cara puntiaguda rebosando curiosidad, convidaba a hablar. Amparo la tomó por confidente, y hasta por compañera.

En verdad que con semejante tiempo los Santos Reyes, que caballeros en sus dromedarios venían desde el misterioso país de la luz, atravesando la Palestina, a saludar al Niño, debieron notar que se les helaban las manos, llenas de incienso y mirra, y subir más que a paso la esclavina de aquellas dulletas de armiño y púrpura con que los representan los pintores.