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No qué hechizo tendrá esa musa trágica del arroyo, que seguramente mañana volverá a verme Forondo redivivo diciéndome: Verá usted, yo he venido a Madrid a luchar con la gloria. Le voy a leer un soneto.

Por medio de un poder superior a todos los que acabo de servirme, por un hechizo irresistible nacido en un astro maldito, resto ardiente de un mundo que ya no existe, infierno errante en medio del eterno espacio; por la terrible maldicion que pesa sobre mi alma, por el pensamiento que tengo y que esta a mi rededor, os requiero la obediencia: pareced.

Todo su valer, toda su belleza, todo su hechizo fulguró ante mis ojos con más brillo que nunca. ¿Qué bastarda dulzura, qué amor sin honra y sin vergüenza, qué afecto villano me emponzoñó en aquel instante el corazón y corrió por mis venas con mi perversa sangre?

Por fin el hombre que les había proporcionado los taburetes exclamó, mirando a lo largo de la calle: Agora llega la morisca que hechizó al mancebo cristiano. Todas las bocas callaron. Aixa avanzaba lentamente, con las pupilas fijas en el cielo.

Y ella volvía la cara hacia aquel lado donde la primavera nacía cantando amores, y sentía todo su ser congestionado por el hechizo de vivir y por la ilusión de amar....

Como quiera que fuese, él imaginaba que Rafaela tenía una voz dulce y simpática; que cantaba lindamente canciones andaluzas y que bailaba el fandango, el vito y el jaleo de Jerez por estilo admirable. No había aprendido ni la música ni la danza, pero la misma carencia de arte y de estudio prestaba a su baile y a su canto cierta originalidad espontánea, llena de singular hechizo.

El hechizo estaba tragado, y Facia no cejaba un punto en su empeño.

Propiamente hablando, no es mujer; es una fantasía, una especie de agüero ó hechizo que no seria nada, si no despertase en nuestra alma el sentimiento de lo maravilloso, como nada seria el encantamiento sin el encanto.

El apasionado mirar de sus ojos glaucos le fascinaba; le encantaban su discreta conversación y su apacible trato; y de continuo prestaba pábulo a la encendida llama de sus afectos la presencia de aquella mujer dechado de elegancia y de majestuosa hermosura. Entonces se creía ligado a ella para siempre por invencible hechizo.

Luego que hubo invertido la fabulosa cantidad en lazos, cosméticos, afeites y menjurjes, pidió más, exigiéndolo con tal imperio que don Quintín, de un lado sujeto al hechizo de su Circe, y de otro confiado en que tenía por banquero a don Juan, determinó ir a su casa y darle un fenomenal sablazo. Allí no fue Troya, pero fue la gallina de los huevos de oro.