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El Duque veía siempre con una especie de satisfacción íntima el respeto que me inspiraba. El miedo era la única lisonja que le agradaba. Era el mejor medio de hacerle la corte, y sin quererlo, yo satisfacía su gusto.

Puede estar seguro de que no me ocuparé en delatarle. ¿Qué daño puede hacer usted? ¿Yo?... Daño.... respondió el fanático con una mueca feroz, que en él equivalía á la sonrisa. Poco será el que usted haga y por poco tiempo. Eso se lo juro á usted. Con que voy á hacerle el favor de marcharme. Adiós.

Don Claudio Fuertes no halló modo de calmar la iracundia de su amigo, a quien desconocía en aquel estado, ni siquiera de hacerle soportable ninguna conversación.

Este tan pesado lance no descompuso ni alteró en el P. Lucas aquella serenidad de ánimo que siempre mostraba en el semblante, sino atento solamente á reparar el daño que de aquí se podía seguir, le respondió con aquella intrépida y santa libertad que le daba el espíritu de Dios; que sabía bien se enderezaban todos sus designios, no á otro fin, sino á hacerle aborrecido de aquella gente para que en adelante jamás le admitiesen en aquellas tierras ni le diesen oídos.

Ello es que todo era hacerse consejos y consultas sobre aquel negro billete del don Lope, y de ver cómo podría hacerle llegar a verdadero recaudo, según y conforme al deseo de su dueño.

El que desease morir ó matar no tenía mas que ir al frente, como los demás... Pero Martínez, que aún no se había retirado, intervino, entablando con ellos una rápida discusión. ¿Querían ó no querían hacerle el favor que les había pedido como camaradas? Los dos manifestaron un pensamiento.

Mas para un hombre digno y sensible es bien doloroso saber que sus intereses dependen de personas que ni le estiman ni le comprenden, y quienes más bien tratarán de hacerle daño que de beneficiarlo.

Pues yo cogería a D'Artagnan, de quien no es publico que supiese nadar, le pondría al borde de un mar profundo, y le diría: Láncese usted. Todo es cuestión de no tener miedo... Y el intrépido mosquetero se iría a hacerle compañía a los pacíficos besugos.

A veces, cuando nadie veía, levantábale en peso y acostándole sobre un escaño, trataba de animarle y hacerle reír con sus violentas cosquillas y estrujaduras. Los días de fiesta, el escudero prefería pasarlos en su propia covacha, jugando a los naipes con sus amigos.

Vieron así llorar a Cristela de día y de noche... Eran tan buenas como curiosas esas cigüeñas. Compadeciéndose de la princesa, resolvieron hacerle un regalo para que se distrajese. Y, ya que era casada, trajéronle de París un hijito, en una canasta de mimbre. Al recibirlo, Cristela olvidó su pena dando un grito de alegría.