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Pues bien: en las mujeres, esta especie de nostalgia hereditaria crea y fomenta los más quiméricos sinsabores, sin que ellas mismas se lo figuren, y yo apostaría cualquier cosa á que la síntesis de su pena es la siguiente: Echar de menos los gloriosos tiempos de la Conquista, en que el amor podía servir de corona al heroísmo, y envidiar simultáneamente la ventura de las Princesas árabes que conspiraban con los Caudillos cristianos en el Albaicín contra la corte de la Alhambra, y la felicidad de las ricas-hembras de Castilla que recorrían á caballo las vegas de Santafé y de la Zubia tras la hacanea de Isabel la Católica, escoltadas y servidas por la flor de la caballería cristiana y amenazadas de cautiverio por la flor de la caballería mora.....

Sobre la hacanea torda en que iba y sentada sobre blandos cojines en elegantísimo sillón o jamugas, semejaba una emperatriz en su trono.

No se dejaba cabalgar de otro jinete que el príncipe, a la sazón Sultán; pero en trueque era la más dócil hacanea si alguna dama hermosa intentaba montarlo. Andaba tres farasangas de sol a sol; corría el doble que el corcel más corredor; en la arena dejaba atrás al camello más fuerte, y pasaba a nado el Guadalquivir en los días más iracundos de su tempestuosa soberbia.

El arzón trasero de la silla pasó de un salto, y sin espuelas hace correr la hacanea como una cebra. Y no le van en zaga sus doncellas; que todas corren como el viento. Y así era la verdad, porque, en viéndose a caballo Dulcinea, todas picaron tras ella y dispararon a correr, sin volver la cabeza atrás por espacio de más de media legua.

Aguarda, hija, aguarda un minuto nada más.... O mejor dicho, entra en la posada y siéntate.... A ver, un banco, una silla para la señorita.... Espera, Nuchiña, vengo volando. Primitivo, acompáñame . Abrígate, Nucha. Volando no, pero al cabo de media hora, volvió sin aliento. Traía del ronzal una oronda borriquilla, bien arreada, dócil y segura: la propia hacanea de la mujer del juez de Cebre.

Llegóse más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén o hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente que la misma bizarría venía transformada en ella.

Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegé a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según dices, que a me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma. ¡Oh canalla! -gritó a esta sazón Sancho- ¡Oh encantadores aciagos y malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como sardinas en lercha!