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Si á mi vez he cometido un crimen, yo responderé de él... Pero esta lucha me ha destrozado y ya no puedo más. 4 de octubre. El señor Laubepin llegó, en fin, ayer noche. Vino á apretarme la mano. Estaba preocupado, brusco y descontento. Hablóme brevemente del matrimonio que se preparaba.

Pronto se unirá Castaños a Wellington. Señora doña Flora de Cisniega, tenga usted felices días. Felices, señores guacamayos. Lord Gray, felices, y usted, Sr. de Araceli, téngalos muy buenos, aunque no sea sino por lo caro que se vende. Al mismo tiempo que doña Flora, se presentó ante lord Gray. Hablome la dama con cierto sonsonete reprensivo que me hizo mucha gracia.

En esto estábamos, cuando vino uno con sus botas de camino y su vestido pardo, con un sombrero prendidas las faldas por los dos lados. Supo mi venida de los demás y hablóme con mucho afecto. No pude tener la risa, y él, con gran disimulación, dijo: -Haráse a las armas, y no se reirá. Yo apostaré que no sabe por qué traigo este sombrero con la falda presa arriba.

Y estas últimas palabras temblaron en el silencio del salón saturadas de tristeza. Anhelaba Rita consolarle.... ¡Le tenía tan en el alma! Cariciosa, le dijo: La niña le quiere...; hablóme de usted, poco hace, con mucha ley...; pero para quererle como cortejo tendrá algún reparo.... ¡Como se ha dicho que si usted y ella eran hijos del señor!...

Hablome de mi padre, de toda mi familia, y demostró conocerla tan bien, que no dudé de que fuese el dueño del castillo. ¿Es usted el señor de C...? le dije. Pero él se levantó, mirándome exaltado, y repuso: Lo era, pero ya no lo soy; ya no soy nada. Y al ver el asombro con que yo le oía, agregó: Ni una palabra más, joven; no me interrogue usted...