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Praschcu era un mocetón grueso, barbudo, sonriente y rojo, que, a juzgar por sus palabras, no pensaba más que en comer y en beber bien. Durante el camino no habló más que de guisos y de comidas, de la cena que le quitaron al cura de tal pueblo o al maestro de escuela de tal otro, del cordero asado que comieron en este caserío y de las botellas de sidra que encontraron en una taberna.

Sin duda tiene nuevo galán y con él es con quien me amenaza. Yo me río. Morirá a mis manos como Arturito ha muerto. Sosiéguese usted dijo Madame Duval con mucho reposo . No es amenaza sino aviso lo que da mi señora. Ella dista mucho de tener nuevo galán. Créame usted. Hablo sinceramente. Mi señora se ha entrado por la devoción y lleva camino de ser una santa.

Sobre estos particulares habló largamente con Casta Moreno, que algunas noches iba de tertulia con sus dos hijas a casa de Rubín, y la viuda de Samaniego se hacía lenguas de Guillermina, conceptuándola sobrenatural. ¡Y era pariente suya, lejana, por los Morenos!

Explícate, Casilda, explícate dijo ansiosamente. ¿Estás loca o estoy yo idiota? Y misia Casilda habló, con esa incoherencia de las grandes emociones.

No podemos transcribir los términos precisos en que habló éste, que desde ahora es nuestro amigo, y nos acompañará en todo el tránsito de esta dilatada historia; pero conociendo su carácter como lo conocemos, es seguro que no será aventurado poner en boca suya éstas ó parecidas palabras: "Hay que deplorar, amigo mío, en esta imperfecta vida humana, que las cosas mejores y más bellas tienen siempre un lado malo; fatal obscuridad que proyecta en breve parte de su esfera lo más resplandeciente y luminoso.

Hablo del Montecristo: hablo de ese libro terrible, que hace de este mundo un sopor, una cueva encantada, un brevaje oriental, una bellísima diablura. Ciertas gentes se han empeñado en hacer ver que la diablura puede ser bella, que las brujas pueden ser artistas.

Ella siguió hablando de su carácter; un carácter práctico, incompatible con la ilusión poetical. Atacaba ferozmente el odiado fantasma de la poesía, como si viese en él un motivo de errores y desgracias. Luego habló de su marido con un entusiasmo tenaz, molesto para Ojeda. Era más alto que él y de una distinción que conquistaba el respeto de todos.

Don Jacinto se alucinó de tal suerte, que ni por un instante pensó que en esto pecaba; pero un día habló de ello al padre Atanasio, su confesor, y habló, no como revelándole una culpa suya, sino para ponderar la virtud penitente de la Caramba y para tratar de que el padre Atanasio la conociese y admirase.

En el estado de estupor en que quedó, les fué fácil conducirlo adonde les plugo. Aquella tarde fueron unos amigos a verle. Le hallaron relativamente animado. No dejó de sorprenderles un poco, porque sabían el frenético cariño que profesaba a su madre. Habló de su ciencia con ellos, y habló largo rato, expresándose con verbosidad en él inusitada.

Y al punto, mudando de táctica, habló con gran rapidez, diciendo que estaba enamorado, pero de veras; que para él no había categorías, distinciones ni vallas sociales, encontrándose el amor de por medio; que Amparo era tanto como la más encopetada señorita, y que su desliz no provenía de falta de respeto, sino de sobra de cariño: todo lo cual acompañó con mil dulces e insinuantes inflexiones de voz.