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Las quince o veinte damas, que apenas podían revolverse en aquel sitio, hablaban a un tiempo, como es natural, haciendo de aquel silencioso y elegante retiro un insufrible gallinero.

Cuando cesaban las guerras, los hombres se resistían al trabajo y hablaban de un nuevo reparto de la riqueza.... Esta situación absurda no podía durar. Yo reconozco, como he dicho antes, que existen entre los hombres almas generosas y superiores, aunque con menos abundancia que entre las mujeres.

¡Yaaaá lo creo! ¡Toma, toma! ¡Pues si es una joyita, hombre! ¡Caramba con usted y cómo lo gasta! ¿No se lo decía yo a usted, eh? Debo advertir que por ahora no hay nada. No se eche usted a maliciar ya. Principio quieren las cosas, hombre. Hablaban así al atravesar una calle principal, cuando de pronto les llamó la atención el corro de gente parada a la puerta de una sociedad de recreo.

Mesía y Visita no tenían en el invierno de sus amores aquellos días de sol de que hablaba Obdulia. Pero cuando se veían a solas y alguno de ellos tenía algún cuidado o preocupación, de esos que piden confidentes y consejeros, se lo decían todo, o casi todo; se hablaban en voz baja, muy cerca uno de otro, y volvían a llamarse de como antaño.

Aquella calma amenazante parecía el presagio de una borrasca. Doña Rebeca y Narcisa se eclipsaron en sus habitaciones, después de una comida silenciosa y triste. Julio no se había levantado de la cama, y Carmen y Fernando todo lo hablaban con los ojos, en mudas contemplaciones, con una ansiedad llena de homenajes. Uno y otro habían dejado casi intactos los platos en la mesa.

Y el papá vino a verla, vestido con una bonita «robe-de-chambre» de seda azul rameada de negro. ¡Parecía un chino con esa «robe-de-chambre»!... Pero como era también muy bueno, se enteró de lo que quería su hijita inválida, y cambió con su mamá algunas palabras. Aunque hablaban en voz baja y en el otro extremo de la pieza, Lita les oyó perfectamente...

El español había concentrado en Carlitos toda la necesidad de amar que sienten los célibes en los linderos de la vejez. Era muy rico y su fortuna iría ampliándose todavía más con el transcurso de los años, según fueran sometidas al cultivo las tierras recientemente irrigadas. Si alguna vez le hablaban de sus millones, miraba al hijo de Celinda, apodándolo «mi príncipe heredero».

Una mañana, los diarios de Madrid anunciaron en sus telegramas de París que se había publicado la traducción de LA BARRACA, novela del diputado republicano Blasco Ibáñez, con un éxito editorial enorme, y los primeros críticos de Francia hablaban de ella con elogio.

Largo podríamos escribir sobre este tema y sobre el tecnicismo o jerigonza que hablaban los afiliados; pero ello es comprometedor y peliagudo, y será mejor que lo dejemos para otro rato, que no se ganó Zamora en una hora.

El carlismo se extendía y marchaba de triunfo en triunfo. En Cataluña y en el país vasco-navarro iba haciendo progresos. La República española era una calamidad. Los periódicos hablaban de asesinatos en Málaga, de incendios en Alcoy, de soldados que desobedecían a los jefes y se negaban a batirse. Era una vergüenza.