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En esta espedicion lograron pacificar á los Casaveones y á otros pueblos que hablaban el idioma moxo, y aun penetraron hasta el valle del Beni, llegando á la nacion de los Morohionos.

Estaban las cubanitas triunfantes y radiantes porque se iban a París a hacer sus compras de invierno, y de allí a lucirlas en los primeros saraos madrileños y en el Retiro, y hablaban con el ceceo y melindre de los días de victoria.

Naturalmente hablaban de la batalla próxima, del candidato y de otras particularidades referentes a la elección. El arcipreste lo veía todo muy de color de rosa, y estaba tan cierto de vencer, que ya pensaba en llevar la música de Cebre a los Pazos para dar serenata al diputado electo. Don Eugenio, aunque animado, no se las prometía tan felices.

Junto a él, los ingenieros de Caminos hablaban de política europea, y más acá los de Minas disputaban sobre literatura dramática.

De seguro que a aquellas horas ya habían salido de su asombro, y hablaban de él concertándose todos para oponerse al forastero. Los de la isla eran como eran.

Los chiquillos, tendidos sobre el vientre, jugaban a la carteta a la sombra de las embarcaciones; y los viejos, fumando sus pipas de barro traídas de Argel, hablaban de la pesca o de las magníficas expediciones que se hacían en otros tiempos a Gibraltar y a la costa de África, antes que al demonio se le ocurriera inventar eso que llaman la Tabacalera.

A pesar de los mil murmullos y gritos de tan gran número de gentes, que reían, chillaban, hablaban o disputaban, el majestuoso sonido del órgano y el canto sagrado de los frailes, repercutiendo en las altas bóvedas del templo, salía a veces de él y se difundía en ráfagas sonoras sobre los asistentes que se hallaban más cerca.

Sin perder el menor de sus gestos, le hablaban de política, sacando a colación las cuestiones candentes del día: ¿Era cierto que el doctor Eneene renunciaba? Los diarios de oposición le vapuleaban de lo lindo por la concesión aquella consabida.

Muchos navegantes portugueses, arrebatados por la tempestad, habían ido a parar a esta isla, donde eran magníficamente tratados por gentes que hablaban su mismo idioma y tenían iglesias.

Y haciéndola el dolor más expansiva, comenzó toda una serie de hondas lamentaciones: ciertamente, no había ella dudado ni un punto de la honradez del señor Delaberge; pero eso no había de impedir que su llegada al Sol de Oro despertase la malignidad de los envidiosos que hablaban mal del Príncipe sólo porque había hecho fortuna. Iban a remover y a remozar antiguas historias.