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La baronesa de Rag, una belga de pelo castaño y ojos claros, bastante gruesa, preguntaba a Osorio los nombres de los objetos que había sobre la mesa. Hacía poco tiempo que estaba en España y apetecía con ansiedad conocer el castellano. Clementina y el barón hablaban en francés.

No se les ocultaba que su tía sabía hacer guardar los respetos debidos a la entidad de Jáuregui, presente siempre en la casa por ficción mental, de que era símbolo el feo retrato que en el gabinete estaba. Hablaban del tiempo, de lo mal que se vivía en Toledo, de que el viento se había llevado toda la flor del albaricoque, y de otras zarandajas, honrando sin melindres el buen almuerzo.

Pues allí estaba él para ayudarle, demostrando con esto cuán injustos eran los que le odiaban y hablaban mal de su persona.

Los preliminares amorosos de Nicolasa, que estaba entre los veinte y los treinta años de su edad, habían sido ya innumerables. Todos sus amores habían muerto al nacer. Á los pretendientes encopetados los había Nicolasa despedido, apelando al cura. Á los pretendientes de su clase los había desdeñado cuando ya llegaban á lo serio y hablaban del cura ellos mismos.

Al terminar aquella conferencia hablaban como dos cómplices de un crimen difícil.

Respondió el ingeniero con un gesto de incredulidad. ¿Cómo podían las corrientes oceánicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?... ¿Por qué raro capricho de la suerte iban ellos á chocar con un torpedo abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacífico?... Oyó que le hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que sólo había cambiado algunos saludos durante el viaje.

Y aquellos hombres, que en presencia de sus esposas tenían buen cuidado de callarse cuando éstas hablaban con indignación de la extranjera, admirábanla con el fervor instintivo que inspira la belleza y envidiaban a su diputado. Las viejas hortelanas envolvían a los dos en una mirada cariñosa. «Formaban buena pareja; ¡qué matrimonio tan guapo podrían hacer

Y salió a buscarla, sin impaciencias, por aquel camino que eligió a la casualidad. Apenas llegó, oyó hablar de ella y hasta supo cuál era su linaje. No se desanimó al conocerle, ni dudó que aquella Luz de que hablaban pudiera ser otra Luz que ella. Y así sucedió. Lo demás no tenía para qué referirlo, porque ya lo sabía Luz... y su madre también.

«Nada, enteramente primitiva» pensaba el Delfín, el bloque del pueblo, al cual se han de ir a buscar los sentimientos que la civilización deja perder por refinarlos demasiado. Un día hablaban de Maximiliano. «¡Infeliz chico! decía Fortunata , el odio que le he tomado, no es odio verdadero sino lástima. Siempre me fue muy antipático.

Sintiendo en su favor su suerte y hado, El Estrecho embocò con buena mano, Y en breve al mar del sur sale triunfando, La tierra firme en Chile costeando. La costa y tierra toda estremecía, Las nuevas por los aires retumbaban, La gente de los indios se temía, Que muy mal se sonaba que hablaban.