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La voz de Santiago, al entrar por la mañana en su cuarto diciendo: «¡Hola, Juanito! arriba, hombre, no duermas tantosonaba en los oídos del ciego más grata y armoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violín. ¿Cómo se había trasformado en malo aquel corazón tan bueno?

Petra se encerraba en su cuarto. Colgada de un clavo a la cabecera de su cama de madera, tenía una cartera de viaje, sucia y vieja. Allí guardaba con llave sus ahorros, ciertas sisas de mayor cuantía, y algunos papeles que podían comprometerla. De allí sacaba el guante morado del Magistral, del que a nadie había hablado.

Estaba seguro de haber empezado á amarla el día que se presentó en Villa-Sirena á pedir el perdón de su deuda, confesando su ruina. ¡Pobre duquesa de Delille, acostumbrada á gastar millones al año, propietaria de minas preciosas, y teniendo que vivir del juego, como una aventurera!... Después, junto á su lecho, viendo sus lágrimas, escuchando el gran secreto de su vida, aquella maternidad oculta que la hacía llorar, se había dado cuenta definitivamente de este amor.

El tío Manolillo, que había cogido el secreto dos veces, su principio en el Escorial, su fin en Navalcarnero, calló, porque el tío Manolillo sabía que ciertos secretos valen tanto, que no deben malgastarse. Durante algunas noches, el duque de Osuna entró por el postigo. Cuando la duquesa estuvo restablecida, cuando pudo bajar las escaleras, le habló por la reja.

Para colmo de aflicción, vió la buena señora por todas partes los objetos con que Celinina había alborozado sus últimos días; y como éstos eran los que preceden á Navidad, rodaban por el suelo pavos de barro con patas de alambre; un San José sin manos; un pesebre con el Niño Dios, semejante á una bolita de color de rosa; un Rey Mago montado en arrogante camello sin cabeza.

Salieron los leñadores con el hacha al hombro, saltando la cuerda, confundiéndose con el gentío que comentaba los incidentes de la lucha, y otra vez sonó el pito y el tamboril, mientras las yuntas de bueyes arrastraban al centro de la plaza dos enormes piedras. Llegaba el momento emocionante, la hora del suceso que había atraído á Azpeitia tanta gente. Iba á comenzar la lucha de los barrenadores.

Aquella mujer caprichosa, aventurera y alocada, de cuya vida de artista tantas cosas se contaban, había paseado por el mundo la arrogancia de la virgen guerrera soñada por Wagner consiguiendo inmensos triunfos.

¡Los dramas ignorados que había presenciado aquel testigo azul mudo e inmenso! ¡Los naufragios que no habían dejado como rastro ni una tabla!... Avanzaba la nao bajo la dirección y la autoridad despótica del piloto, una especie de brujo que hablaba con los vientos y las olas.

Ella así y yo animándola con la mirada «enternecida» y la frase dulzona, representábamos la escena sempiternamente cursi a los ojos de un espectador desapasionado y frío; pero yo, que había sido de éstos hasta entonces, la encontraba hasta sublime, y me producía sentimientos e impresiones que jamás había notado en los profundos de mi corazón.

Le interrumpió el español, señalando á una baraja sobre una mesa próxima. Se adivinaba que había hecho estudios durante la noche, antes de acostarse. Esta baraja era para Spadoni un testimonio de laboriosidad científica, más digno de respeto que todos los libros procedentes de la biblioteca del príncipe que estaban olvidados en los rincones.