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Todo aquel día, había estado doña Paula en su lecho, quejándose de una fuerte opresión en el lado izquierdo, que le dificultaba mucho el respirar. No le gustaba llamar al médico, por esa antipatía invencible y aun terror que tiene la plebe a la ciencia.

Luego, más tarde, no se contentaba con el placer de confundirme, sino que le gustaba darme celos. Yo estaba enamorado. ¿Enamorado? Realmente no si estaba enamorado, pero que pensaba en Dolorcitas a todas horas, con una mezcla de angustia y de cólera.

A ella le gustaba muy poco el campo y lo único que se lo habría hecho tolerable era la caza; pero Bringas se asustaba de los tiros, y habiéndole llevado en cierta ocasión el alcalde a una campaña venatoria, por poco mata al propio alcalde.

Yo experimentaba una intensa antipatía por las artes, pero sobre todo, por la música, puesto que la maldita etiqueta no permite taparse los oídos, mientras que es lo más fácil no mirar un cuadro o darle la espalda. Con todo, cuando el señor de Couprat tocaba valses, lo escuchaba con gusto y largo rato; mas, era él lo que me gustaba y no los valses.

Para evitarse molestias y para sustraerse a la curiosidad de sus amigos había resuelto dormir aquella noche en casa de sus tíos, adonde podía ir ella también si gustaba. Clara quedó yerta y preguntó sabiendo ya de antemano la respuesta: ¿Con quién fue el lance? Con el marqués del Lago. Se puso pálida y permaneció un instante pensativa. No le ha herido, le ha matado, ¿verdad?

Miguel sabía apreciarla y la gustaba, y hasta se placía e interesaba en ella, por más que la deplorase con interminables lamentaciones cuando se hallaba entre amigos.

Ese algo más-replicó Pepita no es sentimiento propio de quien va a ser sacerdote tan pronto, pero lo es de un joven de veintidós años. Al oír esto, sentí que la sangre me subía al rostro y que el rostro me ardía. Imaginé mil extravagancias, me creí presa de una obsesión. Me juzgué provocado por Pepita que iba a darme a entender que conocía que yo gustaba de ella.

No era menester ser un lince para comprender que doña Inés, cuando consentía que hubiese otra dama en su tertulia, y aun gustaba de ello, era porque había decidido y decretado casarla con su padre, don Paco.

Cuando se tropezaban en la puerta, D. León le miraba desde lo alto de su clasicismo y le decía sonriendo: bon jour monsieur, con acento que rebosaba de ironía. «Estos franchutes, decía al tiempo de sentarse, son todos afeminados; no sirven más que para tenores y bailarinesAmaba la virilidad y la energía en sus discípulos y gustaba de que tuviesen rasgos de independencia, aunque fuese a expensas de la disciplina: cuando un muchacho sufría impasible los golpes y se negaba por terquedad a ejecutar cualquier cosa, esto era lo que le encantaba a don León. «¡Bien, hombre, bien! exclamaba, así me gusta; los hombres no deben llorar aunque se vean con las tripas en la mano; has faltado a la obediencia pero has sufrido el castigo con entereza; a no te hubieran arrojado en Esparta de la roca como a otras mujerzuelas que hay en la clase!» Y echaba miradas de soberano desdén a ciertos individuos.

Le he dejado ver, que no me gustaba, y nada más. Cabalmente, en eso consiste la inconveniencia, sobrina. Es tan fea, tío. Y de veras, no siento mucha afección por las mujeres; son burlonas, malas, y miden de pies a cabeza a la gente, como si en vez de ser personas fueran animales curiosos.