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De vez en cuando, griterío y corridas; brazos en alto, bastones enarbolados, una guitarra estrellándose quejumbrosamente en una cabeza, y cuando la calma se restablecía, saludábase con sonrisas y aplausos irónicos a la ristra de valientes que, sin paciencia para esperar, emprendían la marcha carretera abajo, cogidos del brazo, moviéndose con torpe balanceo, como si estuvieran sobre la cubierta de un buque en día de gran marejada, charlando incoherentemente o soltando sus vozarrones para entonar los estrambóticos y lánguidos corales que inspira la musa amílica.

Además, era justo que «el cuyano» lo indemnizara por los grandes perjuicios profesionales que iba á sufrir. Y enumeró todas las tabernas, llamadas «pulperías», y todas las casas «de remolienda» donde por la noche tocaba la guitarra cantando cuecas y relatando cuentos verdes.

Miguel permaneció sentado junto a Maximina. Saque V. la guitarra, doña Rosalía dijo una de las muchachas. ¿Va a cantar Juanito? Juanito era el piloto del vapor donde nuestro joven había llegado. Era andaluz y muy conocido en Pasajes. En cuanto vino la guitarra, comenzó a alegrar la tertulia con playeras, polos y sevillanas.

Al sonar las doce de la noche, se oyó el rasgueo de una guitarra y en seguida una voz que cantaba: ¡Vale más lo moreno De mi morena, Que toda la blancura De una azucena! ¡Qué tonterías! exclamó Rosa Mística, levantándose de la cama . ¡Qué larga será la cuenta que haya de dar a Dios de tanta palabra vana! La voz prosiguió cantando: Niña, cuando vas a misa, La iglesia se resplandece.

Ensima de eso, el orguyo de yevar un ejérsito detrás de mis pasos, de verme yo, un hombre solito, gorviendo locos a mil que cobran del gobierno y gastan espada. El otro día, un domingo, entré en un pueblo a la hora de misa y detuve la yegua en la plaza, junto a unos ciegos que cantaban y tocaban la guitarra.

El viejo capataz, enardecido por la voz de María de la Luz, parecía olvidar que era su hija, y soltaba la guitarra para echarla su sombrero a los pies. ¡Olé mi niña! ¡Viva su pico de oro, la mare que la crió... y el pare también!

El capitán de la Vertrowen y yo nos echamos por aquellas calles; había por todas partes olor a aceite frito y humo de castañas asadas. En los bancos de las plazas, gente sentada pacíficamente descansaba; algunos obreros, endomingados, pasaban en coche, tocando la guitarra y cantando. Los chiquillos se reían de nosotros.

Pasaron; fiera, altiva, su incontrastable garra ascética, terrible, en clavó la cruz, y tu gemido triste, que el corazon desgarra, sin recordar tu pena, al són de su guitarra, en la doliente caña, repite el andaluz.

Concluída esta ceremonia, empezaba una crápula de esas de hacer temblar el mundo y sus alrededores. Entre esos bohemios del vicio era mucha honra poder decir: Yo soy chuchumeco legítimo y recibido, no como quiera, sino por el mismo Pablo Tello en persona, con botija abierta, arpa, guitarra y cajón.

¡Ahí le tienes! dijo el señorito a su aperador, señalándole al guitarrista. El señó Pacorro, alias el Águila, el primer tocador del mundo. ¡El Guerra, matando toros, y mi amigo con la guitarra!... ¡el disloque!