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Si nos paseamos á la orilla de un río; si en un día de lluvia miramos el arroyuelo temporal que se forma en las depresiones del suelo, veremos á la corriente apoderarse de las guijas, de los granos de arena, del polvo y de todos los residuos esparcidos, para distribuirlos ordenadamente en el fondo y en las orillas del cauce; los fragmentos más pesados se depositarán en capas en los sitios donde el agua pierde la rapidez de su primer impulso; las moléculas más ligeras irán más lejos á extenderse en estratos en la superficie lisa; finalmente, las tenues arcillas, cuyo peso apenas excede al del agua, se amontonarán donde se detenga el movimiento torrencial de ésta.

Tranquilo duerme el mar: la tenue brisa riza apenas su líquida planicie, y jugando en las ondas indecisa resbala por la inmensa superficie; copia a lo lejos el cristal tembloso, como entre guijas de oro, la luz pura con que el sidéreo coro esplendoroso brilla en otra región. ¡Cuánta hermosura!

Evitó el paso por Can Mallorquí, y al llegar a la playa marchó por la orilla, donde la última palpitación de las olas llegaba a perderse, como delgada hoja de cristal, entre las menudas guijas mezcladas con fragmentos de barro cocido. Cuando estuvo al pie del promontorio de su torre, trepó por las rocas sueltas, yendo a sentarse en el peñón roído por las olas y casi despegado de la costa.

¡Qué han de enseñar...! exclamó don Guillén, riéndose alegremente . Comprendo, comprendo.... Quiere usted darme a entender que le he metido en el Seminario para un cuarto de hora solamente y que no desea usted dilatarse en este lugar ni un minuto más de lo imprescindible. Pues ya se ha cerrado la puerta a nuestra espalda. En las narices, en los ojos, en los oídos, en la lengua, en el tacto, en el alma, recibe usted una impresión de verdín, lo que en Pilares llaman verdín; ese moho fofo y viscoso que nace, junto con las lombrices de tierra, en los rincones húmedos, sombríos y silenciosos. Estaremos en uno de esos rincones un cuarto de hora justo; viviremos luego cien años, y no se despegará de nuestros sentidos aquella sensación de verdín, de cardenillo vegetal, de frío en los tuétanos y de contigüidad con exangües lombrices, dúctiles y ondulantes cirios de cera amarilla. Estos cirios eran, claro está, mis compañeros. Los más provenían de extracción humildísima, de las breñas y entrañas del terruño labriego; pertenecían a familias de aldeanos pobres, con el peculio preciso para pagar a uno de los varones la modicísima pensión del Seminario, por entonces poco más de una peseta diaria; eran de una raza intermedia entre la pura animalidad y un rudimento de especie humana. ¡Qué facies y qué cogote, señor...! Había colodrillos perfectamente planos y obtusos, en cuya intimidad no era posible que cupiese un cerebelo. Otros colodrillos eran exageradamente apepinados y piramidales. Yo me preguntaba: ¿Dónde se les va a situar a éstos la tonsura, si no tienen espacio? Algunos de los dueños de estos colodrillos se sientan hoy a mi lado en el cabildo catedral; todos ellos están revestidos de autoridad, e imperan, en alguna medida, sobre el régimen privado de las familias y el régimen público de la sociedad. Lo curioso es que aquellas selváticas y fornidas criaturas, de frente angosta, cejas unidas, ojos montaraces y piel bronceada, apenas entraban en el Seminario adquirían el color incoloro y exangüe de la lombriz y de la cera. Y lo cierto es que, aunque muy mal (garbanzos agusanados, lentejas entreveradas con guijas, sebáceos pendejos de carne, queso ratonado, avellanas y nueces vanas), comían mejor que en sus casas. ¡Inexplicable fenómeno!

...Entro resueltamente en la Posada del Norte. El zaguán es largo, estrecho y bajo; los carros, en su entrar y salir continuo, han abierto en el empedrado, de agudas guijas, hondos relejes. Al fondo se abre una puertecilla diminuta; dos, tres, cuatro más a la derecha, cerradas por menguadas cortinas; y a la izquierda, una ancha franquea la entrada a un patio.

No he oido mas que el rumor del insecto sobre la yerba, el del tiempo entre las grietas de los torreones medio caidos, el de la brisa entre los escombros, el del agua sobre las guijas que cubren el fondo de su cauce. Deseaba oir acentos de vida, y no he oido sino voces salidas del seno de las ruinas, no he oido sino la voz de la muerte.

Del Uruguay dos gigantescos brazos Oprimen su cintura en derredor, Como tu talle esbelto y delicado Circuye en torno el brazo del amor. Esconde la rivera entre sus guijas Las perlas con el nacar y el coral, Como atesora tu alma rica y bella De angélicas virtudes un caudal.

Á entrambas orillas se extiende una vega más florida que dilatada, donde alternan los plantíos de maíz con las praderas; unos y otros cercados por setos de avellanos que salen de la tierra semejando vistosos ramilletes. El Nalón se desliza sereno unas veces, otras precipitado formando espumosa cascada; pero en todas partes tan puro y cristalino que se cuentan las guijas de su fondo.

El río, que más abajo se extendía en vasta sábana rizándose sobre las guijas, corría á un lado, rápido é inclinado entre rocas lisas y revestidas de musgo negruzco. Sobre cada orilla, un ribazo, primer contrafuerte del monte, erguía sus escarpaduras y sostenía sobre su cabeza las ruinas de una gran torre, que fué en otros tiempos guarda del valle.

En él soñaba, en él se libertaba de la realidad, el rey legendario; en él sus miradas se volvía a lo interior y se bruñían en la meditación sus pensamientos como las guijas lavadas por la espuma; en él se desplegaban sobre su noble frente las blancas alas de Psiquis... Y luego, cuando la muerte vino a recordarle que él no había sido sino un huésped más en su palacio, la impenetrable estancia quedó clausurada y muda para siempre; para siempre abismada en su reposo infinito; nadie la profanó jamás, porque nadie hubiera osado poner la planta irreverente allí donde el viejo rey quiso estar solo con sus sueños y aislado en la última Thule de su alma.