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¡Fuera! ¡Fuera! ¡Ese patrón al agua! No te vayas, Shanti gritaban los demás. Cuando ya no podíamos con nuestra alma, abandonamos el Guezurrechape, y nos fuimos a casa. Llovía, el muelle estaba cenagoso; yo me equivoqué y en vez de ir hacia casa fuí al Rompeolas. Gracias al sereno, que me encontró y me acompañó hasta casa, pude encontrarme al amanecer en mi cuarto.

Zelayeta dijo que quizá fuera mejor dejar la expedición para otro día, porque el cielo estaba obscuro y la mar algo picada; pero Recalde afirmó que aclararía. Ya decididos, compramos queso, pan y una botella de vino en el Guezurrechape del muelle; bajamos al rincón de Cay erdi donde guardaba sus lanchas Shacu; desatamos el Cachalote y nos lanzamos al mar.

Yo me separé de las tres muchachas y fuí a ver al gran Urbistondo, que me explicó sus ideas acerca del sentimentalismo de las mujeres con una seriedad un tanto cómica. Volvimos a Lúzaro, dejando a la hija del torrero anegada en un mar de lágrimas. Por la noche fui al Guezurrechape, como había prometido. Allá estaban Larragoyen y sus amigos, que me recibieron entre aplausos y gritos.

Iba a marcharme a casa, cuando los pescadores porfiaron en que les acompañara, y tuve que prometerles que por la noche iría al Guezurrechape del muelle a comentar los acontecimientos del día. Cuando, por la tarde, le conté a Mary lo que había pasado, vi a mi novia palidecer y llorar.

¡Pobre Yurrumendi! Daría cualquier cosa por verle en la tienda de poleas de Zelayeta o en el Guezurrechape de Cay hice, contando sus cuentos; pero los años no pasan en balde, y hace ya mucho tiempo que Yurrumendi duerme el sueño eterno en el Camposanto de Lúzaro. Recalde, Zelayeta y yo ingresamos en la Escuela de Náutica.