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Eran señoras con hinchados guardainfantes que llenaban todo el lienzo, iguales a las damas pintadas por Velázquez. Una que emergía su busto frágil de la campana de terciopelo floreado de sus faldas, con cara puntiaguda y pálida y un lazo descolorido en las rizadas y cortas melenillas, era la hembra notable de la familia, la que habían apodado «la Greca» por su sabiduría en letras helénicas.

Unos blandían espadines de puños de nácar ó largas tizonas, luego de envolverse en capas de seda carmesí obscurecidas por los años. Otros se echaban en hombros colchas de brocado venerables, faldas de labradora con gruesas flores de oro, guardainfantes de rico tejido que crujían como papel.

Vestía los huecos y floreados guardainfantes que le enviaban de las mejores tiendas de Lima, con perlas en el pecho, perlas en las orejas, perlas esparcidas por todo el traje. Más allá del estrado, sentadas en el suelo y con las piernas cruzadas, estaban unas cuantas negras con sayas de blancura deslumbradora.

El de la bella Duquesa de Chevreuse, hecho por Velázquez, sería bien distinto de los de aquellas reinas e infantas de la Casa de Austria, con cuya fealdad, guardainfantes, pelucas y coloretes, tuvo que luchar para darles distinción y elegancia.

Cuantos historiadores han descrito el acto de la entrega de la Infanta hacen mención del contraste que ambas Cortes formaron: las damas francesas se presentaron ataviadas con exquisita elegancia; las nuestras afeadas por sus ridículos guardainfantes y tontillos; en cambio los caballeros de Luis XIV iban sobrecargados de lazos, cintas y moños mientras los españoles vestían el airoso traje de seda y terciopelo negros, esmaltado el pecho por alguna venera verde o roja de las Órdenes Militares.