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Sentí encenderse en el deseo de arrojarme a sus pies y de gritarle: «Haz de lo que quieras; sacrifícame, aplástame bajo tus pies, déjame morir por ti, pero recupera tu valor y cree en tu dicha...» cuando de repente, que de los labios de Marta salió un gemido tan lastimero, tan dolorido, que me estremecí, como si me hubieran dado un latigazo.

Se las repetí textualmente, pues cada una de ellas se había grabado en mi alma, inolvidable: «Así, pues, en otros tiempos te sentías llena de valor, de grandeza de alma cuando hablabas por Marta, y ahora que se trata de ti...» »Y al gritarle esto la miraba de frente, tío.

Hablando de sus proyectos y murmurando de esta suerte llegaron hasta la puerta de casa. Después de gritarle un rato, vino el sereno a abrirles y les acompañó con el farol hasta el piso principal. Allí el criado, medio dormido aún, les entregó a cada uno la llave de su cuarto y se despidieron hasta el día siguiente.

Catur renegaba porque le hubiesen interrumpido el oír sus propias alabanzas; Caleb predicaba contra la bestialidad del uno y la infamia del otro, y el señor Alicak en esto ponía bajo la corona de la cabalgadura del orador moralista, un sendo aguijón, que comenzó a lastimar el asno, y éste a brincar, y el jinete a castigarle, y los otros a gritarle como fiera en coso; lo cierto es que a poca pieza del camino Caleb se derrumbó sobre un prado de ortigas, donde no lo hubiera pasado del todo mal si Catur, sobreviniendo allí, no le hubiera sacudido cuatro topetadas con su testa maciza, y si el señor Alicak, después de desnudarle para que mejor sintiera el halago de la alfombra donde reposaba, no le hubiese aliviado de los zequíes y doblas zahenes que llevaba.

Dos mujeronas, de rodillas a un lado y otro, la una con un vaso de agua y vino, la otra atizándole friegas, le hablaban a gritos: «Vuelva en ... ¿Qué demonios le pasa?... Eso no es más que maulería. ¿No quiere beber más?». Benina, de hinojos, se puso también a gritarle, sacudiéndole: «D. Frasquito de mi alma, ¿qué es eso? Abra los ojos y véame: soy la Nina».

Cuando se cansaba de estar sentado, solía levantarse y trajinar por el molino arreglando lo que le parecía estar desarreglado, estudiando con atención su rudimentario mecanismo, entreteniéndose en pararlo y en echarlo a andar de nuevo. Rosa solía alzar la cabeza y gritarle: No enrede, D. Andrés... ¡Madre mía, qué revoltoso es! El joven volvía a su sitio.

Pero tuvo aún serenidad para gritarle: ¡Deja ese revólver, Manolo! Si no lo dejas no vuelves a ver en tu vida a Amparo. ¿Por qué? preguntó aquél bajando el arma con el desconsuelo pintado en los ojos. Porque yo no quiero; porque la aconsejaré que no te deje entrar más en su casa.... Bueno, hombre, no te incomodes.... Ha sido una broma replicó apresurándose a colocar el revólver en su sitio.

Pero entonces puse atención, y vi adelgazarse su rostro cada vez más, de día en día borrarse los colores de sus mejillas, y hundírsele los ojos más profundamente. Ya no cantaba, y su risa tenía una entonación de cansancio y velada, tan particular que me hacía sufrir al oírla, y más de una vez estuve a punto de gritarle: «¡No te rías

Y sacando el bolsillo el funesto papel arrancado a la mosca el día antes, púsolo ante los ojos de Tapón, dilatados por el espanto, y tornó a gritarle lívido de ira: ¿Conoces esto?...

Pasó muy gallardo y tieso en un caballote grandísimo, y saludó y dio varias vueltas, parando el caballo y haciendo mil monerías. Agitaba Obdulia su pañuelo, y Doña Paca, en la efusión de su amistoso cariño, no pudo menos de gritarle desde arriba: «Por Dios, Frasquito, tenga mucho cuidado con esa bestia, no vaya a tirarle al suelo y a darnos un disgusto».