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Un rocío tibio mojó su cuello; unos brazos nerviosos de pasión abarcaron su tronco informe, como si fuesen á mecerle.... ¡Mamá!... ¡Oh, mamá! ¡Hijo mío! ¡hijo mío! Durante su último año en la Universidad de mujeres donde hacía sus estudios, la impetuosa Mina Graven expresó siempre el mismo deseo.

Todos los veranos, al vivir juntos durante las vacaciones en la casa del tutor, Mina daba de puñetazos á su amigo, el cual, perdida la paciencia, acababa por devolverle los golpes. Y la señorita Graven, que había aprendido recientemente á batirse á la japonesa, deseaba, al abandonar el colegio, medirse con James definitivamente.

Pero, aun así, el día en que Graven murió, aplastado por la caída del andamiaje de un pozo de petróleo, su desconsolado camarada Foster, que era su albacea testamentario, se encontró, al hacer el balance, con que la única hija de su amigo representaba para el que se casase con ella unos sesenta millones de dólares.

Yo, con un hombre que me quiera mucho y me obedezca en todo.... ¿Y , Mina? La intrépida señorita Graven daba siempre la misma respuesta: Yo me casaré con un hombre célebre. Ella no necesitaba soñar con un millonario. El viejo Craven había empezado su caza del dólar, como simple peón de mina, en California.