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Una viga, derivando con una gran creciente, lleva un impulso suficientemente grande para que tres hombres titubeen antes de atreverse con ella. Pero Candiyú unía a su gran aliento, treinta años de piraterías en río bajo o alto, deseando además ser dueño de un gramófono. La noche, negra, le deparó incidentes a su plena satisfacción.

En el fondo, y descontados el calor y el whisky, el ciudadano inglés no hacía un mal negocio, cambiando un perro gramófono por varias docenas de bellas tablas, mientras el pescador de vigas, a su vez, entregaba algunos días de habitual trabajo a cuenta de una maquinita prodigiosamente ruidera. Por lo cual el mercado se realizó, a tanto tiempo de plazo.

Solamente un mes más tarde tuvo míster Hall sus tres docenas de tablas, y veinte segundos después, ni más ni menos entregó a Candiyú el gramófono, incluso veinte discos. La firma Castelhum y Cía., no obstante la flotilla de lanchas a vapor que lanzó contra las vigas y esto por bastante más de treinta días perdió muchas.

¡Hum!... No baja ese palo casi nunca... Mediante una creciente grande, solamente. ¡Lindo palo! Te gusta palo bueno, a usted. Y usted lleva buen gramófono. ¿Conviene? El mercado prosiguió a son de cantos británicos, el indígena esquivando la vía recta, y el contador acorralándolo en el pequeño círculo de la precisión.

Casi volaron los vidrios al impulso de este golpe, brutal. ¡Magnífica entrada!... Vió mucho humo, perforado por las estrellas rojas de tres lámparas eléctricas que acababan de encenderse, y hombres que estaban de espaldas ó frente á él en torno de varias mesas. El gramófono gangueaba como una vieja sin dientes.

Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista, alternativamente: ¡Mucha plata! No tengo. ¿Usted qué tiene, entonces? El hombre se sonrió de nuevo, sin responder. ¿Dónde usted vive? prosiguió míster Hall, evidentemente decidido a desprenderse de su gramófono. En el puerto. ¡Ah! yo conozco usted... ¿Usted llama Candiyú? Así es. ¿Y usted pesca vigas?

Dos hombres de su tripulación le habían dado nuevos informes. Sus parroquianos eran alemanes pobres, que bebían en abundancia. Alguien pagaba por ellos, y en días señalados hasta se permitían convidar á patrones de barcas de pesca y vagabundos del puerto. Un gramófono sonaba continuamente, lanzando cánticos chillones que los concurrentes coreaban á gritos.

Los que empezaban á volver la cabeza atraídos por el estrépito de la puerta no continuaron su movimiento; los que estaban enfrente permanecieron con los ojos fijos en el que entraba: unos ojos agrandados por la sorpresa, como si no pudiesen creer lo que veían. El gramófono calló repentinamente.