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Entonces me asaltó el triste y tardío deseo de poseer algún recuerdo suyo, un bucle, un lazo que conservase su melancólica fragancia peculiar. Lo hubiera guardado con la misma unción amorosa y sagrada con que Rodolfo besaba el gorrito blanco de Mimí. Porque la pobre muerta era un jirón de mi juventud que se iba para siempre.

Vestía traje oscuro, cuyo chaquetón, muy abrochado, sólo dejaba ver el cuello de la camisa: la pechera desaparecía tras una corbata negra y ancha hecha dos nudos; toda su ropa era ordinaria, pero nueva; llevaba las botas blancuzcas por el poco betún o el mucho roze, y de uno de los bolsillos del chaquetón pendía la borlita de un gorrito de pana.

Veíase su labor en los cuellos del Gobernador; los militares la mostraban en sus bandas y fajas; el ministro del altar también dejaba verla en su traje severo; adornaba el gorrito de los recién nacidos, y hasta los ataúdes de los que llevaban á enterrar.

Nunca tuvimos un disgusto. Era lo más complaciente...; aquel abrigo ¿te gusta?; es una salida de baile que imita al capote del kronprinz en campaña...; muy bueno era Arturo. No le puedo olvidar, hijita. En balde trato de distraerme... aquel gorrito ¡qué mono! ¿no? es para la playa...; le tengo siempre presente, y no creo que pueda volver a querer a nadie como...

El padre de Cristeta fue covachuelista a la antigua, con poco sueldo, menos consideración, gorrito de pana y mangotes de percalina negra: la madre fue encajera de primorosas manos, que así componía, dejándolo nuevo, un entredós de Malinas, como restauraba un cuello de Alençon.

Iban vestidos de sarga negra, con el cuello de la blusa abierto y los brazos arremangados. En la cabeza llevaban un gorrito blanco con las alas levantadas, semejante á los barquichuelos de papel que construyen los niños.

Corrían del interior del buque las camareras con gorrito de blondas y los stewards de corbata blanca para presenciar este desfile, riendo con una buena fe germánica al ver a los señores agarrados del brazo y marchando con las caderas balanceantes. La cabeza de desfile desapareció de pronto, y el ruido de cobres fue debilitándose.

En una tarde de «trabajo», cualquier mendigo un poco acreditado saca de ocho a diez pesetas, es decir, el sueldo de jefe de tercera de cualquier negociado, y no tiene que aherrojarse en la covachuela, ni ponerse los manguitos, ni tocarse con un gorrito absurdo.

Una corona de cabellos blancos suaviza la tez subida de color; los ojos son los únicos que conservan en su majestuoso azul el reflejo de la pasada gloria. Lleva un gorrito albo y encañonado debajo del luengo velo de luto. Su acompañante es más alta, más estirada, menos accesible, como si recogiese en su enjuta persona de dama de compañía todo el orgullo y la altivez de que se despoja la señora.

Los hay pálidos y linfáticos; los hay sanguíneos y mofletudos; unos se calan el gorrito hasta las cejas; otros lo echan hacia atrás; éstos parecen calvos; de aquéllos se diría que gastan barbas, y todos están más alegres que unas pascuas, y en su charlar ignoto exclaman sin duda: «Compañeros, á vivir se ha dicho. ¡Buena panzada de aire, de luz y de agua nos estamos dando