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ilang-ilang de ramaje desmayado varillaje de verdosos parasoles eres fuerte por el beso que han dejado en tu copa melodiosa muchos soles. Son tus flores glaucos astros pensativos y eres todo, cuando ondulas, incensario ante el ara de los dioses primitivos en el templo de algún bosque milenario.

Al encararse con Miguel de Zuheros, mirándole de frente, le hizo bajar los ojos deslumbrado por la viveza de aquel mirar y por la fuerza magnética de aquellos ojos verdes o glaucos como los de Minerva, Medea y Circe, y que podrían compararse a dos esmeraldas ardiendo en llamas.

No picaba el sol; su luz se cernía por un velo de nubes, y la campiña tenía tonos mates, verdes glaucos, amarilleces areniscas, lejanías delicadamente cenicientas, suaves matices que se copiaban en la ciénaga tranquila. Esto es muy hermoso, Don Ignacio dijo Lucía por decir algo, pues pesaba sobre su alma el silencio, la soledad profunda del lugar . ¿No le gusta a usted?

El apasionado mirar de sus ojos glaucos le fascinaba; le encantaban su discreta conversación y su apacible trato; y de continuo prestaba pábulo a la encendida llama de sus afectos la presencia de aquella mujer dechado de elegancia y de majestuosa hermosura. Entonces se creía ligado a ella para siempre por invencible hechizo.

Y entre sus lindas hermanas, la exótica viridiflora ocultaba sus capullos glaucos, como avergonzándose del extraño color alagartado de sus flores de su fealdad de planta rara, interesante tan sólo para el botánico. Tenía el chalet los dos pisos de rigor; el entresuelo repartido en comedor, cocina, salita y un angosto recibimiento; el principal dedicado a dormitorios y cuartos de aseo.

De una mirada abarcó Leonora su frente espaciosa y abombada, que parecía pesar sobre todo su cuerpo como un cofre de marfil cargado de misteriosas riquezas; los ojos glaucos e imperiosos brillando con la frialdad azul del acero bajo el pabellón de las pobladas cejas, y la nariz arrogante, fuerte como el pico de un ave de combate, buscando por encima de la hundida boca la mandíbula sensual y robusta encuadrada por una barba gris que corría por el cuello arrugado y de tirantes tendones.

Las olas se elevaban lentas y mansas sobre los escasos centímetros de la borda, como si quisieran contemplar con sus ojos glaucos este amasijo de cuerpos blancos y obscuros. Remaban los náufragos con nerviosa desesperación; luego yacían inertes, reconociendo la ineficacia de su esfuerzo perdido en la inmensidad. El piloto, al adormecerse en la dura popa, acababa por sonreír con los ojos cerrados.