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Un soplo nervioso corre por la asamblea. Hear, hear! Gladstone! M. Gladstone, dice a su vez el speaker. El primer ministro toma el primer sombrero que tiene a mano, pues nadie puede hablar descubierto y se pone de pie. ¡Cómo se apiñan los irlandeses en su escaso grupo de la izquierda! La pequeña figura de Biggar, una especie de Pope, se hace notar por su movilidad.

Pero ahí están: su espíritu flota sobre esa reunión de hombres, y el extranjero que no tiene el hábito de ese espectáculo, cree verlos, cree oírlos aún con sus voces humanas. En el banco de los ministros, Gladstone, Bright, Forster... Pero el último romano domina a todos. En él concluye por el momento la larga serie de los grandes hombres de estado en Inglaterra.

Yo he hablado con Gladstone en un concierto de la reina en Windsor; he conocido a hombres que llegaron por su palabra a presidentes de República; y no digamos de los políticos de España: a la mayoría de ellos los tuve como cadetes de mi camerino, una vez que canté en el Real. Y a pesar de esto, yo tomé en serio por unos días los elogios disparados con que le incensaban sus correligionarios.

Aun antes de estallar en Francia, al influjo de las ideas políticas inglesas, el gran sacudimiento que derribó al inmutable derecho divino para levantar en su lugar la soberanía del pueblo sobre "los derechos del hombre", estaba ya construida y en operación "la obra más admirable que haya sido creada en una hora determinada por el genio y la voluntad del hombre", según la frase de Gladstone, la constitución norteamericana, por cuyo medio se ha improvisado en un siglo la más libre, la más grande, próspera y feliz nación del mundo, porque "la república americana ha comprendido, dice Renan, que la educación intelectual y moral va por 3|4 y más aún, en la formación del hombre, y que trabajar en la instrucción y en la educación de los ciudadanos, es crear valores a la patria".

Quince días en Londres. De París a Londres. Merry England. La llegada. Impresiones en Covent-Garden. El foyer. Mi vecina. Westminster. La Cámara de los Comunes. Las sombras del pasado. El último romano. Gladstone orador. Una ojeada al British Museum. El Brown en Greendy. ¡Oh, portentosa comodidad de la vida europea!

La víctima lucha; interrumpe con un sarcasmo acerado; Gladstone, en señal de acceder a la interrupción, toma asiento rápidamente; pero, al ver caer el dardo a sus pies, como si hubiese sido arrojado por la mano cansada del viejo Priamo, lo toma a su vez, y, con el brazo de Aquiles, lo lanza contra aquel que deja clavado e inmóvil por muchas horas. ¡Oh! ¡la palabra!

Parnell está allí; ha hablado ya. Si la herencia política de O'Connell es pesada, la tradición de su elocuencia es abrumadora... Oigamos a Gladstone: ante todo, la autoridad moral, incontrastable de aquel hombre sobre la asamblea. Liberales, conservadores, radicales, independientes, irlandeses, todo el mundo le escucha con respeto.

En esta reedición, única que se ha hecho desde la publicación de En viaje, en 1883, se ha suprimido bastante en los primeros capítulos, de los que sólo se han conservado algunos contornos trazados al pasar, que, como los de Gambetta, Gladstone y Renán, pueden interesar aún. El autor no ha agregado una sola palabra a su primera redacción.

La herencia de Beaconsfield está aún vacante entre los tories: ¿cuál es el whig que va a cubrirse con la armadura del anciano Gladstone, que se inclina ya sobre la tumba? ¿Cuál es el brazo que va a mover esa espada abrumadora? No lo hay en el suelo británico, como no hay en la casa de Brunswick un príncipe capaz de levantar el escudo de un Plantagenet.

Mientras que el mundo político había progresado entre nosotros, con lecturas serias y sazonadas: en el siglo de Disraeli y de Gladstone, de Bismark y Gambetta, en el siglo de Taine y Lanfrey, el doctor Trevexo vivía con sus recortes de diarios criollos, con toda su fama del pasado por capital y toda su estéril informalidad por presente y porvenir. ¡Sin embargo, lo que es la virtud y la consecuencia de los partidarios!