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Halagada por los elogios disparatados de la vieja y sus extraordinarios relatos de las costumbres gitanescas, Feli la veía llegar con agrado todas las tardes. Algunas veces venía acompañada de otras mujeres y hacía gala de su gran amistad con «la señorita».

Echábanles sobre los lomos la gran silla moruna de alto arzón y asiento amarillo, con estribos vaqueros, y había bestia que al recibir este peso estaba próxima a doblar las patas. Potaje mostrábase altanero en sus discusiones con el contratista de caballos, hablando en nombre propio y en el de los camaradas, haciendo reír hasta a los «monos sabios» con sus gitanescas maldiciones.

El marqués era un atleta y el mejor jinete de Jerez. Había que verle a caballo, en traje de monte, con el pavero sombreando sus patillas entrecanas y gitanescas, y la garrocha terciada en la silla.

Deteníase a los pocos pasos; se dejaba caer, jadeando, en todos los bancos y poyos del paseo. La Teodora quiso acompañarla hasta la Fuentecilla, animándola con sus palabras y gesticulaciones gitanescas. Arriba, mi niña... A ver cómo echamos unos pasitos más; a ver cómo se mueven esos pinreles bonitos.

A poco de volver las dos mujeres al lado del desmayado Frasquito, entró el Comadreja, que era un mocetón achulado, de buen porte, con tez y facciones algo gitanescas, sombrero ancho, bien ceñido el talle, y lo primero que dijo fue que pronto sería conducido el interfezto al Hospital.