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Francisco Jiménez de Cisneros. Miguel González de Cunedo. Jerónimo de Cifuentes. Ambrosio de Cuenca y Argüello. Juan Hurtado Cisneros. Antonio Cardona. Diego Calleja. Jerónimo Cruz. Gabriel del Corral. Bartolomé Cortés. Pedro Correa. Francisco Cañizares. Antonio de Castro. Juan Delgado. Diego la Dueña. Pedro Destenoz y Lodosa. Diego Enríquez. Rodrigo Enríquez. Andrés Gil Enríquez.

Viene a implorar su perdón. Se equivoca usted; viene por dinero repuso sonriendo ya forzadamente. El P. Gil permaneció un instante silencioso y dijo al cabo: No me atrevo a asegurar a usted nada. Parece que está arrepentida... Su acento es sincero y ha llorado con verdadero dolor en mi presencia. Un relámpago de ira pasó por los ojos del hidalgo.

Pero lo que hacía verdaderamente peregrino y estrafalario el atavío es que en la cabeza traía un bonete viejo y grasiento. El P. Gil quedó asombrado de aquella figura, y más asombrado, cuando advirtió la ocupación a que el párroco se entregaba. Estaba, con una rodilla hincada en tierra, desollando un becerro. Le ayudaba en la operación el criado.

Los ánimos estaban un poco abstraídos. Reinaba cierta inquietud en la tertulia, motivada por la presencia del P. Gil, a quien ninguno de sus colegas, si se exceptúa el P. Norberto, mostraba simpatía. La conversación fue rodando de uno en otro asunto, todos de poca monta.

En el testero de enfrente colocada en una urna, existe la cabeza auténtica y embalsamada del célebre y eminente D. Gil Sanchez Muñoz, con una inscripción en un cuadro colocado en el lado izquierdo, del tenor siguiente: «El rostro de este busto, que embalsamado se ha conservado por la familia de los ilustres señores Sanchez Muñoz, barones de Escriche, es del Ilmo.

Pues, señoras manifestó don Gil, respirando fuerte, como si con el aliento adquiriera la fuerza que contra tantos y tales enemigos necesitaba: yo, señoras, respetando la opinión de ustedes, encuentro que esas procesiones son muy patéticas, muy expresivas, muy religiosas. De todos modos, ya la procesión está arreglada, y hay que llevarla acabo.

El cabecilla de don Carlos le miró con una especie de curiosidad burlona, con la compasión desdeñosa con que los viejos miran casi siempre las ilusiones y los arrebatos de la juventud. Durante algún tiempo le dejó trabajar libremente en la viña del Señor; la inocencia y la bondad de Gil apagaban sus instintos malignos.

El P. Gil prosiguió: De todos modos, como cristiano y como sacerdote, estoy dispuesto a hacer todo lo que puedan mis fuerzas por conseguir lo que usted desea. Dudo mucho del éxito de mi intervención... también que me expongo a ser arrojado como usted de la casa, pero no me importa. Cumpliré mi deber, y si no conseguimos nada, me quedará al menos la satisfacción de haberlo cumplido...

Mientras duraron las salutaciones, D. Narciso, que estaba arrimado de espaldas al piano, no quitó los ojos de su compañero, unos ojos donde se leían claramente la aversión y el recelo. Sin que el P. Gil la provocara ni aun se diera bien cuenta de ella, existía viva rivalidad entre él y D. Narciso, a quien había arrancado más de la mitad de las hijas de confesión.

El carácter débil y bondadoso del padre Gil no supo resistir a aquellos ataques, y convino al fin en poner en práctica lo que su penitenta había imaginado. Obdulia se personó poco después en su casa. Habían enterado a D.ª Josefa de todo.