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Y ya, puesto a describir, tras esta descripción hice la de todas las piezas reformadas, para que se tuviera una idea de la entonación general de la casa, mejora sencilla y no costosa, con relación a mi modo de ver y de vivir hasta allí, pero motivo de asombro y de estupefacción para Mari Pepa, que acabó por decirme encarándose conmigo: Pues no seré yo, señor don Marcelo, quien tache a los pudientes porque gasten su dinero en buscarse el regalo de la vida sin olvidarse al mismo tiempo de los pobres, como lo hace usté; pero tampoco de las que se traguen la tostá sin conocerla por el gusto... ¡Vaya, vaya!... Aquí hay más mira de lo que paez al primer golpe... porque todos estos perendengues y otros tales, antójanseme demasiado para un hombre solo... Y quiera Dios que yo acierte y que para bien sea y cuanto antes, señor don Marcelo... Pues también le digo que por alto que ella levante el copete, bien la ha de caber aquí... Vaya, vaya, que una reina puede vivir en tal palacio... ¡Jesús, Señor!... Conque mejor hoy que mañana, don Marcelo, que así como así, no está sobrante de gentonas de viso este pobre lugarón... ¡Pero qué tochadonas me atrevo a decirle a usté, Virgen la mi Madre!... ¿No verdá, don Marcelo, que sabrá perdonármelas?

Y era de ver entonces la cara que ponía Mari Pepa y los gestos de asco que hacía Lituca mirando a su madre y volviendo a mirarme a , como si dudara de la verdad de lo que yo refería. Puro vicio, hija, puro vicio decía al cabo Mari-Pepa ; puro vicio de la jartura en que viven esas gentonas, de cuanto Dios crió.

A todo esto, el invierno se había acabado; los salones se cerraban; las tertulias se deshacían; en el Real había terminado su temporada la compañía de celebridades italianas, cuyos gorgoritos había pagado la gente rica con sumas increíbles, y las que querían aparentar que también lo eran, con el fondo del baúl, las rebañaduras de la despensa y con algo más sagrado que no se recobra jamás una vez que se ha vendido; y «el mundo elegante», sin salones, sin tertulias y sin Real, dispersábase errabundo y como desorientado, a tomar el sol, como los simples mortales, por las encrucijadas del Retiro y los amplios arrecifes del Prado y de la Fuente Castellana; paréntesis de hastío en la alegre vida de las gentonas pudientes, que sólo había de durar el tiempo preciso para que el calorcillo primaveral templara el ambiente serrano y se bebiera las charcas del camino por donde habían de ir desfilando aquéllas en busca de sus costosas, pero entonadas, residencias de verano.

Tan sonada era en Madrid la fama de la marquesa, que todos los informantes se extrañaban de que no la conociera yo. ¿Qué había de conocer metido en estos rincones, tan apartados del bullicio de las gentonas como del otro mundo!

Era, además, alcalde perpetuo de su pueblo, y consejero nato de media docena de Municipios limítrofes, y estaba muy bien relacionado con gentonas de Madrid, que le debían favores semejantes al que estaba dispensando a don Simón. Llamábase don Celso Lépero, y era el autor de la carta que dejamos reproducida más atrás.

Pues, señor, volviendo al asunto, y en la imposibilidad de referir punto por punto toda la historia de mi juventud, porque no acabaríamos hoy, le diré á usted que á los cinco años de mi práctica de comerciante, habiendo conocido perfectamente el manejo de los negocios y á una joven vecina de mi principal, monté de cuenta propia un establecimiento de géneros de refino, y me casé el día mismo en que cumplía treinta y un años; cosa que me costó mis trabajillos, porque los once meses de Salamanca me habían procurado una reputación de calavera de todos los demonios. Casado ya, mi vida tomó un giro enteramente diverso del de hasta entonces. Desde luego fuí nombrado síndico del gremio de zapateros, procurador municipal de dos pueblos agregados á este ayuntamiento, vocal perpetuo de una junta de parroquia, tesorero de la Milicia Cristiana y asesor jurado de una comisión calificadora para los delitos de sospecha de traición á la causa del Rey. Con todos estos cargos me puse en roce con las personas más importantes de la ciudad y me dieron entrada en palacio, que era todo mi anhelo ya mucho tiempo hacía, porque Su Ilustrísima era hombre de gran eco entre las gentonas de Madrid, y lo que por su conducto se averiguaba en Santander, no había que preguntar si era el Evangelio. Tenía Su Ilustrísima tertulia diaria de ocho á nueve de la noche, y la formábamos un médico muy famoso por sus chistes, que hablaba latín como agua; el P. Prior de San Francisco, hombre sentencioso y de gran consejo; un abogado del Rey, caballero de Carlos III; mi humildísima persona, y un Intendente de rentas, hombre de bien, si los había, temeroso de Dios como ninguno, servicial y placentero que no había más que pedir.... Por cierto que murió años después en Cádiz, de una disentería cuando el sitio del francés.