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¡El hospital!... ¿Qué es un hospital..., qué son diez hospitales... para cincuenta mil heridos? Todos los hospitales, desde Maguncia y Coblenza hasta Falsburg, se hallan abarrotados. Además, esa maldita enfermedad, el tifus, Hullin, mata más gente que las balas. Todas las aldeas del llano, en veinte leguas a la redonda, están infestadas: las gentes mueren como moscas.
A la hora en que míster Robert pasaba para el escritorio y desde esa hora en adelante, todos los días hábiles, es tal la afluencia de gente en la Bolsa, que diríase ermita de santo milagroso en día de romería.
A las diez estaría llena de gente la calle con la velada, y por lo mismo repararían menos en D. Luis cuando pasase por ella. Penetrar en el zaguán sería obra de un segundo; y ella, que estaría allí aguardando, llevaría a D. Luis hasta el despacho, sin que nadie le viese.
De los condenados a muerte, dos eran los asesinos del jovenzuelo del escritorio: los otros tres iban al suplicio en clase de peligrosos, por hablar, por amenazar, por creer fieramente que tenían derecho en el mundo a una parte de felicidad. Mucha gente guiñaba los ojos con malicia al saber que el Madrileño, el iniciador de la entrada en la ciudad, sólo iba a presidio por algunos años.
Eran estas buhardillas habitación de gente pobre que vivía en contacto frecuente con los ricos: así estaban cercanos la necesidad y el remedio, hermoso maridaje que aplaca la envidia de los que no tienen y amansa el egoísmo de los que poseen.
Nada más hay que contar, salvo que, debido al descubrimiento de la casa, obtuvo la clave del secreto; a lo menos, eso es lo que yo le he entendido siempre que ha hablado de esto contestó. ¡Ah! recuerdo bien aquellas interminables y cansadoras caminatas cuando niña; cómo recorríamos esos largos, blancos e inacabables caminos, con sol y con lluvia, envidiando a la gente que iba en coches y en carros, a hombres y mujeres que andaban en bicicletas, y, sin embargo, mi valor se sostenía siempre con las palabras de aliento de mi padre y su declaración de que algún día habíamos de poseer una gran fortuna.
Viendo Alvar Nuñez el motin y nuestra indignacion, dió libertad al capitan, y nos restituyó lo que habia tomado; procurando con buenas palabras templar nuestros ánimos y conciliar la paz. Conseguida la quietud de la gente, mandó el Adelantado á Hernando de Rivera le refiriese lo que habia visto en su viage: qué era aquella provincia, y por qué habiamos tardado tanto?
Hubo un largo silencio; luego, de improviso, la anciana, poniéndose en pie completamente, con los brazos en alto, los cabellos erizados y la boca muy abierta, aulló de un modo terrible: ¡Valor! ¡Sí, matad, matad!; ¡ah!, ¡ah! Y cayó pesadamente al suelo. Aquel espantoso grito despertó a toda la gente; los mismos muertos se hubieran despertado si lo oyeran. Los sitiados dijérase que renacían.
Muy brutos, eso sí, capaces de las mayores barbaridades, pero con un corazón que se conmueve ante el infortunio y les hace ocultar las garras... ¡Pobre gente! ¿Qué culpa tienen si nacieron para vivir como bestias y nadie les saca de su condición?
Las precauciones tomadas por el capitán, colocando á toda la gente de á bordo con tiquines, á la banda de estribor, nos hicieron comprender las dificultades que para doblarla presentaba la acantilada roca de Malapadnabató, palabra tagala, que quiere decir, piedra ancha.
Palabra del Dia
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