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¡Alto! ¡alto! ¡alto! exclamó atropellándose una señora que tenía una verruga en la nariz y gastaba sortijas de pelo en las sienes. Ya principia D.ª Faustina exclamó D.ª Feliciana con mal humor. ¡Bendito sea Dios, señora, qué suerte tiene usted!

Gastaba la barba cerrada, pero en aquel momento la estaba modificando, dejándose unas patillas de picador muy cucas.

Los dos dientes centrales superiores eran enormes, y se le veían siempre, porque ni cuando estaba de morros cerraba completamente la boca. Oída la conminación que le hizo Maximiliano, Papitos se desvergonzó más. Ella las gastaba así. Cuanto más la amenazaban más pesadita se ponía.

Diógenes no era como Sabadell, que jamás se apeaba de su papel de gran señor, y lo mismo gastaba en boato y en caprichos en tiempo de las vacas gordas que en tiempo de las flacas, con la sola diferencia de pagar en los de aquellas y no pagar en los de estas.

Para remediarse, porque ella había allegado bastante dinero con un gran corral de gallinas, y más aún con su habilidad para aviar pollos. Aunque iba a la chita callando y no gastaba pito, la llamaban la gabacha. ¡Qué tacto en aquellos dedos verdugos!

Esta niña gastaba aún los cabellos trenzados, con un lacito en la punta de la trenza, lo mismo que la última de las de Alcudia, con quien sostenía tímida e intermitente conversación. El traje una matinée azul, demasiadamente corta para sus años. Los señores de Calderón solo tenían esta hija y un niño de dos años.

No gastaba sombrero ni mantilla, pero el mantón alfombrado que cubría sus hombros era riquísimo; el vestido, de seda pura; en los dedos y en las muñecas sortijas y brazaletes de valor y en las orejas dos orlas de brillantes con zafiro en el medio; todo lo cual pregonaba que, si D.ª Rafaela no vestía de señora, no era seguramente por falta de dinero.

Toleraban a Gallardo como una originalidad del club, porque era torero «decente», vestía bien, gastaba dinero y tenía buenas relaciones. Es muy ilustrado decían los socios con gran aplomo, reconociendo que sabía tanto como ellos. La personalidad de don José el apoderado, simpática y bien emparentada, servía de garantía al torero en esta nueva existencia.

Arturito volvió a gustar de su patria como cuando era estudiante y no había vivido aún en el corazón y en el cerebro del mundo, como llama a París Víctor Hugo. Se hizo ordenado y económico y ni gastaba ni sabía en qué gastar su dinero. No pensaba ya en francachelas ni en vigilias tempestuosas.

Si Camaroncocido era rojo, él era moreno; aquel siendo de raza española no gastaba un pelo en la cara, él, indio, tenía perilla y bigotes blancos, largos y ralos. Su mirada era viva. Llamábanle Tío Quico y, como su amigo, vivía igualmente de la publicidad: pregonaba las funciones y pegaba los carteles de los teatros.