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Tomaba extrañas e increíbles posturas. A veces las piernas en cruz subían por un tablero próximo hasta mucho más arriba de donde estaba la cabeza; a veces una de ellas se metía dentro de la estantería baja por entre dos garrafas de drogas. En los dobleces del cuerpo, las rodillas juntábanse a ratos con el pecho, y una de las manos servía de almohada a la nuca.

Aquí está para servirla dijo una mujer escuálida, saliendo por estrecha puertecilla, bien disimulada entre los estantes llenos de botellas y garrafas que había detrás del mostrador. Como grieta que da paso al escondrijo de una anguila, así era la puerta, y la mujer el ejemplar más flaco, desmedrado y escurridizo que pudiera encontrarse en la fauna a que tales hembras pertenecen.

Apresuradamente, como en los tiempos que llegaba tarde a la escuela, entró Fermín Montenegro en el escritorio de la casa Dupont, la primera bodega de Jerez, conocida en toda España; «Dupont Hermanos», dueños del famoso vino de Marchamalo, y fabricantes del cognac cuyos méritos se pregonan en la cuarta plana de los periódicos, en los rótulos multicolores de las estaciones de ferrocarril, en los muros de las casas viejas destinados a anuncios y hasta en el fondo de las garrafas de agua de los cafés.

Y por cierto que en esta fiesta se dobló lo de regalarse, y según el documento que copió Collantes de Terán y dió á luz en el Archivo Hispalense, en el palco de la Catedral no se consumió más que lo siguiente: «Nueve garrafas de frío, tres de cada género de á treinta y seis vasos cada una.

Y allí, ¡qué fiesta tan hermosa! ¡Qué desayuno aquel! ¡El comedor que parecía un jardín! Sobre blanco mantel las garrafas llenas de leche fresca; en fuentes que sólo salían cuando repicaban recio, pasteles, tortas, hojaldres, las bizcotelas del convento de las Teresitas, suaves, esponjadas, porosas, llovidas de azúcar como nieve; vasos y copas que de limpios parecían diamantes.

Brillaban las limpias copas, las garrafas, la salvilla, las vinagreras, el aro de plata del mostacero: los rábanos, nadando en fina concha de porcelana, parecían capullos de rosa; el lenguado frito presentaba su dorado lomo, donde se destacaba el oro pálido de las ruedas de limón, y el verde chamuscado de las ramas de perejil; los bisteques reposaban sangrientos en lago de liquida manteca; y en las transparentes copas de muselina destellaba el intenso granate del Borgoña y el rubio topacio del Chateau-Iquem.