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Gabriel lamentaba la suerte de la pobre joven, viendo cómo la había devuelto al mundo después de su fuga del hogar. Las consecuencias de su mal la martirizaban de vez en cuando con horribles dolores que ella procuraba ahogar. Si sonreía, sus dientes se mostraban ennegrecidos y rotos por la absorción del mercurio, entre unos labios de triste color de violeta.

Su entusiasmo por Gabriel, que databa de la niñez, su fidelidad de perro acompañante, le hacían caminar a saltos, aceptando de un golpe los ideales más lejanos. Yo soy lo que seas, Gabriel decía con firmeza . ¿No eres anarquista?

Pero la joven bajaba la cabeza, encorvando la espalda y retrocediendo, como si no pudiera resistir la presencia de un individuo de su familia. Se cubría el rostro con el mísero mantón, ocultando sus lágrimas. Tía, vamos a casa dijo Gabriel . Esta criatura no está bien aquí.

La noche de Al-Kadar, ó noche del Decreto de Dios, es aquella en que Mahoma supuso haber recibido el Koran. Tomando consigo unos cuantos de sus fieles adeptos, se retiró una noche el Profeta al monte Hera: no bien llegó al medio de la montaña, apareciósele Gabriel.

Padre dijo con un gesto de malicia , en el cuarto del hermano Gabriel hay un hombre acostado. ¡Un hombre en mi casa! gritó Manuel saltando de la silla . Dolores, ¿qué es esto? Manuel, es un pobre enfermo. Tu madre ha querido recogerlo. Yo me opuse a ello, pero su merced quiso. ¿Qué había yo de hacer?

Era la leyenda gloriosa de la Iglesia eternizada por la aguja antes de que pudiese hacerlo la imprenta. Gabriel volvía todas las tardes al claustro alto aburrido por este paseo a lo largo de la catedral.

Y Gabriel hablaba de la inglesa como de una hermana muerta. La hubieses amado, Sagrario, al conocerla. Era la mujer fuerte, la compañera valerosa, unida a por la comunidad de pensamientos más que por la atracción de la carne. La quise desde que la conocí. No si fue amor lo que sentíamos.

Tenía Gabriel dieciocho años cuando perdió a su padre. El viejo jardinero murió tranquilo viendo a toda su familia al servicio de la catedral, sin que se interrumpiese la sana tradición de los Luna.

Es amigo del que va a ser tu marido; allí pelearon juntos con tan buena suerte, que, según afirma Diego, si no es por ellos... Gabriel es un gran militar dijo don Diego . ¿Pero no le conoces ? Es amigo de tu prima la condesa. Doña María frunció el ceño. En efecto dije yo tuve el honor de conocer en Madrid a la señora condesa. Ambos teníamos un mismo confesor.

Dudó largo rato, como si no pudiese creer en la remota semejanza de aquella cara pálida y descarnada con otra que existía en su memoria; pero al fin se convenció de la identidad con dolorosa sorpresa. ¡Gabriel...!, ¡hermano mío! Pero ¿eres ? Y su rostro rígido de servidor del templo, que parecía haber tomado la inmovilidad de las pilastras y las estatuas, se animó con una sonrisa cariñosa.