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Como Margarita, libre de testigos, a solas con Cervantes se encontrase en aquel cenador sombrío, donde la belleza, el silencio y la frescura al amor convidaban, sin reparar en que los que están rodeados de tupido ramaje no pueden tener la seguridad de no ser acechados, como lo eran ellos, y de cerca, porque la celosa doña Guiomar había diputado a su fiel Florela para que observase, los ojos alzó ella sin miedo y los fijó en Cervantes de una manera tan clara, que él se sintió amado hasta las entrañas, y dolorido por doña Guiomar y contra ella irritado, sus ojos fijó en Margarita con no menos vehemencia y fuego que ella en él fijaba los suyos; y fuésele a ella un suspiro, y él con otro suspiro contestó, y así permanecieron algún tiempo, indecisos, sin hablarse, y mirándose tiernamente, y requebrándose con los ojos, que el diablo andaba por allí suelto y tejía ya una maraña que sin desdichas no habría de desenredarse, y cuando fuese peor el remedio que la enfermedad.

Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuésele parando mortal el rostro; y, tornándose a tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó a echar de ver que no le hallaba; y, sin más ni más, se echó entrambos puños a las barbas y se arrancó la mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar, se dio media docena de puñadas en el rostro y en las narices, que se las bañó todas en sangre.

Siguiolos Cervantes, y con él algunos de los piadosos fieles, y vio que el entierro se entraba por las puertas del cementerio, y entrándose él también, pasando por entre las tumbas sobre el césped sembrado de blancos huesos, que gran descuido había entonces en los cementerios, llegó con las otras personas caritativas a un negro rincón en la umbría, donde una profunda sepultura se veía abierta; y allí pareció de nuevo el sacerdote, y asistían los sepultureros, y se cantó el último responso, y quitada la difunta del medio ataúd, lo que decía harto claro la gran pobreza de la mujer superviviente, que hasta el borde de la hoya había llegado, en ella fue puesta por los cofrades; y acreciendo entonces los ayes dolorosos de la mujer, dio a los hermanos un pañizuelo para que sobre el rostro de la finada le pusiesen, y habiéndola dado la pala con algo de tierra, un sepulturero, la arrojó sobre el cadáver temblorosa, y en el mismo punto de las desfallecidas manos fuésele la pala, y dando una gran voz de dolor desmayose, y por tierra cayera, si Cervantes, que como a impulso de un poder incontrastable se había llegado, en sus brazos no la sostuviera.