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Haga usted unas cuantas poesías fugitivas, tal cual soneto, muy sonoro y lleno de pámpanos poéticos, y no se apure usted si no dice nada en él: corra entre los amigos, saque usted mismo copias furtivas, y repártalas como pan bendito: sean destinadas sobre todo sus poesías a las mujeres, que son las que dan fama: haga usted correr la voz de que está haciendo una obra grande cuyo título se sabrá con el tiempo: procure usted fuerzas de trasposiciones y de palabras desenterradas del diccionario, no sabidas de nadie, que digan de él: ¡Cómo maneja la lengua! ¡es hombre que sabe el castellano!

Vuelvo al momentito, rico... Estos momentitos me cargan dijo él nadando en las sábanas como si fueran olas. Toda la mañana tuvo Fortunata el pensamiento fijo en la casa vecina. Mientras almorzaba sola, miraba por la ventana del patio, pero no vio a nadie. Parecía vivienda deshabitada. Siempre que pasaba por la sala echaba la esposa de Rubín miradas furtivas a la calle. Ni un alma.

Parecía de carácter dulce y sumiso: una buena compañera, incapaz de estorbos en el viaje de la vida común. Tenía los ojos bajos y se coloreó su rostro al encontrarse frente a Jaime. En su actitud, en sus miradas furtivas, notábase el respeto, la adoración del que se siente intimidado en presencia de un ser que considera superior.

Ninguno se atreve a levantar los ojos para no encontrarse con los de los demás, y tan sólo se dirigen miradas furtivas y dolorosas al sitio que el ser que acaba de huir de este mundo para siempre ha dejado vacío. Los manjares se tragan maquinalmente, sin gustarlos, y el pañuelo va más veces a los ojos que la servilleta a los labios.

Moviose con inquietud en la silla, dirigió dos o tres furtivas miradas al grupo y se llevó la mano a la cabeza para alisarse el pelo, primera y graciosa respuesta de inteligencia que da siempre la mujer a los homenajes que le dirigen con la vista. ¡Preciosa criatura! añadió como hablando consigo mismo. ¡Qué ojos! ¡qué tez de nácar! ¡qué dentadura!... Las formas superiores.

Apenas empezó Pepita a lanzar sobre él aquellas ardientes, furtivas e involuntarias miradas que tanto destrozo hicieron, miradas que nadie sorprendió de los que estaban presentes, Antoñona, que no lo estaba, habló a Pepita de las miradas. Y no bien las miradas recibieron dulce pago, también lo supo Antoñona.

Tras esto, que duró muchos días y fue el pasto sabroso de todas las mujeres y de todos los hombres frívolos de la corte, llegó la hora suprema; y vuelta a empezar los pobres chicos con nuevos catálogos de indumentaria, de piropos inverosímiles y de sensiblerías y finezas cursis: que si la novia así o del otro modo; que si pálida, que si pensativa; que si, con sus cabellos rubios y sus atavíos blancos, parecía una joya de oro entre copos de nieve; que si el Patriarca, que si los padrinos, que si las amigas, que si quince duques, y veinte marqueses, y treinta condes, y no cuántos destitulados, de comitiva; y si la fila de coches llegaba desde tal a cual parte, y si hubo entre ellos uno de palacio con las correspondientes damas; y quien, en el momento crítico, «vertió lágrimas furtivas»; quien se desmayó, o quien parecía arrobada en el más dulce de los éxtasis... ¡Hasta del novio se dijo que era «un varón, honra, prez y esperanza de su preclaro linaje»!

Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertir continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender entrambos a dos, que estaban muy al corriente de las fórmulas que en semejantes casos se reputan en finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir.

Este avanzó con cautela, paso tras paso; nada de pellizcos, ni de palabrotas necias, ni de estrujones contra los bastidores: una actitud sosegada, dulce, casi melancólica, adecuada para no espantar la caza, algunas palabritas melosas y furtivas, varios conceptillos aduladores envueltos en suspiros, y cuando todo estaba convenientemente preparado ¡zas! el salto que todos conocen: «María, yo me muero por V... perdóneme V. el atrevimiento... yo no puedo tener escondido por más tiempo lo que siento, etc., etc

Estaba pálido, demudado. Una arruga dolorosa surcaba su frente. Clementina le echaba de vez en cuando miradas furtivas. Cuando el joven aristócrata se levantó para irse, también quiso hacer lo mismo. La dama le retuvo por la mano. No: quédese un momento, Alcázar. Tenemos que hablar. Y se retiró como otras veces al antepalco y comenzó a charlar con la amabilidad y franqueza de siempre.