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Llevé mis baúles a la barca, me tendí, apoyado en un rollo de cuerdas, y esperé impaciente la salida. Tenía esperanzas de que hubiera viento, porque la espuma del mar resplandecía mucho en la obscuridad. Antes de amanecer nos pusimos en franquía. No había brisa aún, el mar estaba tranquilo, las estrellas brillaban con un gran fulgor.

Y cuando la noche ya avanza de estrellas al vago tremer, al fin de la oscura avenida un lánguido rayo se ve, fulgor diamantino que anuncia de fúnebre velo al través, que emerge de nube fantástica la Luna, la blanca Astarté. Y yo dije a mi alma: «Más que Diana ardiente, aquella misteriosa Luna rueda al través de un éter de suspiros; lágrimas de su faz una por una caen donde el gusano nunca muere.

Apenas se percibía el blando soplo de su respiración en las concavidades de las peñas. Hacia el Poniente alzábase la negra silueta del cabo de San Lorenzo que avanzaba mar adentro buen trecho, y en su extremidad un faro movible desparramaba a intervalos iguales sus luces, ora blancas, ora verdes, ora rojizas. En el firmamento brillaban las estrellas con fulgor extraordinario.

Yo te llevaré a la casa.... ¡No quiero, que no quiero!, gritó ella levantándose de un salto, y poniéndose frente a Teodoro, que se quedó absorto al ver su briosa apostura y el fulgor de sus ojuelos negros, señales ambas cosas de un carácter decidido.

En esta rapidez y en este fulgor de relámpago estriba precisamente el peligro por lo que toca a la duración, pues es difícil mantener la vida en tan fulmínea tensión espiritual. Por esto en otra crónica hemos defendido las ventajas del rescoldo sobre la llama, o sea del cariño sobre el amor. La psicología de la casamentera es, en el fondo, sencilla. Su norma es la bondad.

Leonora le miraba fijamente con aquellos ojazos que brillaban en la sombra con el fulgor de una fiera en celo. Te devoraría murmuraba con voz grave que parecía un rugido lejano. Siento impulsos de comerte, mi cielo, mi rey, mi dios... ¿Qué me has dado, di, niño? ¿cómo has podido enloquecerme, haciéndome sentir lo que nunca había sentido?

En el fondo oscuro, sus ojos sagaces descubren de pronto un bulto inmóvil, sin contorno ni faz, que simula la vieja escultura de algún santo. Se acerca más. Alarga una mano en las tinieblas, y antes de haber palpado, va siente como un fulgor de adivinación. Es Don Farruquiño. ¡Ah!... Sacrílego, te había reconocido. DON FARRUQUI

A través del tupido follaje se deslizan aquí y allá algunos rayos que adornan sus vestidos con manchas de oro, ruedan sobre su cuello y sus mejillas, y rozan su frente, poniendo un claro fulgor en su cabellera obscura y rizada. Juan se sienta frente de ella y la contempla con una admiración que no procura disimular.

Yo soy como un ciego que canta á la puerta Deseando al que me oye placeres y amor, Deseando que nunca se mire cubierta La gaza, con perlas que borde el dolor. ¡Mas no soy tan ciego! pues miro en el cielo Brillar las estrellas con tibio fulgor, Y luego eclipsarse si entreabre su velo Mostrando dos ojos que irradian amor. ¡Oh juicio divinal! Cuando mas ardía el fuego Echaste el agua.

Te has burlado de ... ¡Y yo que te creía distinto a los demás!... ¡Ah, si estuviésemos solos!... ¡Si estuviésemos solos! Oprimió convulsivamente el puño de la sombrilla que le servía de apoyo, mientras un fulgor de acometividad pasaba por sus ojos. Resurgió en ella la educación de los primeros años.