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Parte del público tendía el cuerpo hacia adelante como si fuera a arrojarse al redondel, queriendo destrozar con sus manos a la mala bestia. ¡Qué escándalo! ¡Ver en la plaza de Madrid bueyes que sólo servían para dar carne! «¡Fuego!... ¡fueeegoEl presidente agitó al fin un pañuelo rojo, y una salva de aplausos saludó este gesto.

El público en masa se había puesto de pie, braceando y gritando. ¡Un toro manso! ¡Qué abominación!... Volvíanse todos hacia la presidencia bramando su protesta: «¡Señor presidente! Aquello no podía consentirseDe algunos tendidos comenzó a salir un coro de voces que repetían las mismas palabras con monótona entonación: ¡Fuego!... ¡fueeego! El presidente parecía dudar.

Había que esperar a que cerrase la noche. Pero la muchedumbre estaba dominada por esa impaciencia que, entre la gente levantina, basta que sea manifestada por uno para que los demás se sientan contagiados. ¡Fueeego..! ¡fueeego...! seguían aullando de los cuatro lados de la plazoleta.

Las señoras refugiábanse en los portales, empinándose sobre las puntas de los pies para ver mejor; los maridos cogían a sus pequeñuelos por los sobacos y los sostenían a pulso para que contemplasen las últimas contorsiones de los monigotes. Aún era de día y ya se impacientaba la muchedumbre. ¡Fueeego...! ¡fueeego...! gritaban a coro los de la blusa blanca.