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Si no le diste alcance no fué porque te faltasen piernas, sino porque no quisiste que los mozos del Condado te cortasen la retirada. Pero en aquella ocasión por su fuerza y por su audacia se distinguió Nolo, el hijo del tío Pacho de la Braña, entre todos los hijos de Villoria y Entralgo y ganó gloria imperecedera.

Mas no fué del todo inútil esta ida del Padre Zea, porque algunas familias de mejor condición, se redujeron á San Joseph, y después, poco á poco, han ido siguiendo su ejemplo las otras.

Á pesar de tu buena memoria, que siempre se acuerda de la manzana de oro que injustamente fué negada á tu renombrada y nunca bien ponderada hermosura, miro con disgusto que te olvides de lo groseras que nos ha hecho tu favorito HOMERO. Empero, si por tu parte le encuentras razonable y verídico, sea esto en buen hora, y te felicito por ello; pero por lo que á mi me toca, los dioses del Olimpo digan ...

Nada seguramente. Nos casaríamos, y acto continuo nos iríamos á Jerez, para que conociese á sus amigas y á sus tíos. ¡Qué susto llevarían todos al verla del brazo de un caballero, y mucho más, cuando supieran que este caballero era su marido! Estaba tan linda, tan graciosa, que no pude menos de pedirle con vehemencia que me permitiese darle un beso. No fué posible.

¿Entonces, desde su llegada hay que darle plena libertad para abandonarnos? María Teresa fue interrumpida por Diana: ¡Y bien! ¿cuándo acabarán de hablar en ese rincón los dos? ¿Sabes? son ya las diez... ¿No partiremos nunca, tía? Las estoy esperando, hijas mías respondió la señora Aubry. Juan, ayúdeme usted, entonces. Y María Teresa dio al joven su manto blanco incrustado en guipur de Irlanda.

En seguida fue a buscar al hermano Gabriel. ¡Se van! le dijo bañada en lágrimas. ¡Gracias a Dios! repuso el hermano . Bastante han echado a perder las losas de mármol de la celda prioral. ¿Qué dirá su reverencia cuando vuelva? No me ha entendido usted dijo la tía María, interrumpiéndole . Quienes se van son don Federico y su mujer. ¿Que se van? dijo fray Gabriel ; ¡no puede ser!

Ha de saber usted que la monjita por quien pena es prima mía. ¿De veras? pregunté estupefacto y con poca galantería. No muy próxima, pero lo bastante para que pueda llamarla así. Su madre es prima segunda de papá. Si algo pudiera faltar para que aquella hermosa y amable joven me fuera del todo simpática, fue este descubrimiento.

El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de Lemos, marqués de Sarria y de Gátiva y duque de Taratifanco, que cifraba su orgullo en descender de San Francisco de Borja, y que, a estar en sus manos, como él decía, habría fundado en cada calle de Lima un colegio de Jesuítas, apenas fué proclamado en Lima como representante de Carlos II el Hechizado, se dirigió a Puno con gran aparato de fuerza y aprehendió a Salcedo.

Prófugo del presidio, hacía una semana que se encontraba en Lima; y desde su regreso no cesó de acechar en el templo al virrey, buscando ocasión propicia para asesinarlo. Aquella misma noche se encomendó la causa al alcalde don Rodrigo de Odría, y tanta fué su actividad que, ocho días después, el cuerpo de Villegas se balanceaba como un racimo en la horca.

Repuesto un poco de su pasmo, dijo el P. Jacinto: Y dime, hijo, ¿qué trata de hacer Doña Blanca para remediar el mal? ¿Qué proyectos son los suyos, que tanto te asustan? ¿Quién sería el inmediato heredero de su marido si ella no tuviese una hija? preguntó el Comendador. Don Casimiro Solís, fué la respuesta. Pues por eso quiere casar á su hija con D. Casimiro.